Montevideo, año 1910. Mi abuela y mi bisabuelo.
Mi abuela María Luisa
era muy intuitiva. Tenía premoniciones de lo que habría de pasar, o simplemente
sabía interpretar las señales. Dormíamos en la misma habitación y
hablábamos con la luz apagada, hasta que alguna de las dos caía rendida por el sueño.
Me contaba historias del pueblo... algunas me daban miedo y yo me sentía segura
bajo las mantas, tapándome hasta la cabeza.
Me hablaba de un libro
"bonito" pero triste, que había comprado una vez a un viajante que
pasó por allí. Eran dos grandes tomos con letra menuda que guardaba en la parte
baja de la mesilla de noche.
La historia de
"Genoveva de Brabante" -decía- pero siempre que intentaba leerlo,
terminaba llorando. Y razón tenía. Las tres o cuatro veces
que sacó uno de aquellos pesados libros, las dos terminamos a moco tendido. Así que dimos tal tarea por imposible. Yo alguna vez
intenté leerlo a escondidas, como si estuviera cometiendo un delito, terminado
siempre en un llanto que nublaba las letras. Nunca llegué a saber el final
de aquella princesa abandonada a su suerte, de la que el verdugo se
apiadó, dejándola a solas en el bosque con su hijo.
Sin duda mi abuela
se identificaba con ella, dejando así escapar su dolor, que de otra forma
permanecía anestesiado y reprimido.
Una de aquellas noches
se despertó inquieta. Tal era su desasosiego que me despertó también.
-Algo grave ha pasado,
los perros de Frasquita están llorando. Nada bueno, seguro que alguna
desgracia. ¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado?
La respuesta llegó por
la mañana. Un vecino se había suicidado. Eligió un aljibe para tirarse dentro.
Pasó por delante de la casa de Frasquita, cuando aullaron los perros que
olieron a muerto. Siguió andando y pasó detrás de nuestra casa, y por fin se
tiró unos cien metros más abajo, en el aljibe más grande del pueblo: en la casa de
Marcial el marchante, que no cayó en la cuenta al sacar el agua, por la mañana, de que había en el muro de piedra, cerca del brocal, un sombrero y dos soletas.
El suicida dejó una
carta. Cuando en el cafetín del pueblo se supo la noticia, aún no había
aparecido el cadáver. Marcial salió
corriendo ante la sospecha que era casi una certeza. Cuando abrió la tapa del
aljibe allí estaba el ahogado, boca arriba, descalzo y sin sombrero, pero con
toda su ropa puesta.
Esta
pesadilla tuvo al pueblo sublevado por un tiempo. Los rumores iban y venían.
Que si habían tenido que tirar toda el agua -gran desgracia por entonces- que
si enfermaron todos en la casa, solo de pensarlo ya que habían usado
el agua sin saberlo, que si tiraron la comida a la basura...y hasta la precisa
frase de Marcial cuando lo vio dentro:
-¡Ahí
estás, cabrón, ensuciándome el agua!
-Ya
sabía yo que había pasado una desgracia, los perros de Frasquita lloraron mucho
rato -sentenció la abuela-encontrando por fin respuesta a su pregunta.
Para
confirmar su augurio de que el calendario tenía algo que ver con todo el
desaguisado de su vida, mi abuela murió un día trece, noventa y cuatro años más tarde de
aquel trece de agosto, en el que vino al mundo en una ciudad de prestado:
Montevideo.
Mis
bisabuelos y sus dos niños varones, emigraron a Uruguay en pleno reclutamiento
para la guerra de Cuba. No querían ser carne de cañón en una guerra que en
absoluto era la suya. No contaban con las mil quinientas pesetas que compraba
una dispensa para mi bisabuelo, ni siquiera con la setecientas cincuenta con las que se
conseguía una incapacidad amañada.
En
pleno exilio nació la niña, mi abuela María Luisa. Era el año 1904. Siempre
estuvo muy orgullosa de decir a quien quisiera escucharla que ella era
"orientala"