27.7.12

" LA ORIENTALA"





Montevideo, año 1910. Mi abuela y mi bisabuelo. 


Mi abuela María Luisa era muy intuitiva. Tenía premoniciones de lo que habría de pasar, o simplemente sabía interpretar las señales. Dormíamos en la misma   habitación y hablábamos con la luz apagada, hasta que alguna de las dos caía rendida por el sueño. Me contaba historias del pueblo... algunas me daban miedo y yo me sentía segura bajo las mantas, tapándome hasta la cabeza.

Me hablaba de un libro "bonito" pero triste, que había comprado una vez a un viajante que pasó por allí. Eran dos grandes tomos con letra menuda que guardaba en la parte baja de la mesilla de noche.

La historia de "Genoveva de Brabante" -decía- pero siempre que intentaba leerlo, terminaba llorando. Y razón tenía. Las tres o cuatro veces que sacó uno de aquellos pesados libros, las dos terminamos  a moco tendido. Así que dimos tal tarea por imposible. Yo alguna vez intenté leerlo a escondidas, como si estuviera cometiendo un delito, terminado siempre en un llanto que nublaba las letras. Nunca llegué a saber el final de aquella princesa abandonada a su suerte, de la que el verdugo se apiadó, dejándola a solas en el bosque con su hijo.

 Sin duda mi abuela se identificaba con ella, dejando así escapar su dolor, que de otra forma permanecía anestesiado y reprimido.

Una de aquellas noches se despertó inquieta. Tal era su desasosiego que me despertó también.

-Algo grave ha pasado, los perros de Frasquita están llorando. Nada bueno, seguro que alguna desgracia. ¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado?

La respuesta llegó por la mañana. Un vecino se había suicidado. Eligió un aljibe para tirarse dentro. Pasó por delante de la casa de Frasquita, cuando aullaron los perros que olieron a muerto. Siguió andando y pasó detrás de nuestra casa, y por fin se tiró unos cien metros más abajo, en el aljibe más grande del pueblo: en la casa de Marcial el marchante, que no cayó en la cuenta al sacar el agua, por la mañana, de que había en el muro de piedra, cerca del brocal, un sombrero y dos soletas.

El suicida dejó una carta. Cuando en el cafetín del pueblo se supo la noticia, aún no había aparecido el cadáver. Marcial salió corriendo ante la sospecha que era casi una certeza. Cuando abrió la tapa del aljibe allí estaba el ahogado, boca arriba, descalzo y sin sombrero, pero con toda su ropa puesta.

Esta pesadilla tuvo al pueblo sublevado por un tiempo. Los rumores iban y venían. Que si habían tenido que tirar toda el agua -gran desgracia por entonces- que si  enfermaron todos en la casa, solo de pensarlo ya que habían usado el agua sin saberlo, que si tiraron la comida a la basura...y hasta la precisa frase de Marcial cuando lo vio dentro:

-¡Ahí estás, cabrón, ensuciándome el agua!

-Ya sabía yo que había pasado una desgracia, los perros de Frasquita lloraron mucho rato -sentenció la abuela-encontrando por fin respuesta a su pregunta.

Para confirmar su augurio de que el calendario tenía algo que ver con todo el desaguisado de su vida, mi abuela murió un día trece, noventa y cuatro años más tarde de aquel trece de agosto, en el que vino al mundo en una ciudad de prestado: Montevideo.

Mis bisabuelos y sus dos niños varones, emigraron a Uruguay en pleno reclutamiento para la guerra de Cuba. No querían ser carne de cañón en una guerra que en absoluto era la suya. No contaban con las mil quinientas pesetas que compraba una dispensa para mi bisabuelo, ni siquiera con la setecientas cincuenta con las que se conseguía una incapacidad amañada.

En pleno exilio nació la niña, mi abuela María Luisa. Era el año 1904. Siempre estuvo muy orgullosa de decir a quien quisiera escucharla que ella era "orientala"







23.7.12

EL PAR DE ZAPATOS


      Hasta que no se instaló en su asiento de la guagua, para volver a casa, no cayó en la cuenta de que llevaba todo el día con dos zapatos distintos. Eso sí, eran del mismo color. Sintió una especie de bochorno, y entonces reparó en que en realidad, había notado a lo largo de todo el día que su pie derecho andaba ligeramente más holgado que el izquierdo. Intentó esconder los pies bajo el asiento, percatándose no obstante, de que ésta era una tarea inútil, pues aunque en nadie mirara sus pies -o al menos eso parecía-, ella se sentía el blanco de todas las miradas.

Pero no sólo eran sus zapatos, tampoco había caído en la cuenta de  que su camiseta y sus pantalones no entonaban demasiado, y no digamos nada de su ropa interior. La había cogido medio dormida del cajón, y juraría que si las bragas eran de color negro, el sujetador sería blanco, o viceversa.

Hacía tiempo que ella no miraba mucho para sí misma, no solo por falta de tiempo -que también-, sino porque de alguna manera se había impuesto una austeridad que justificaba consigo misma en aras de una necesaria comodidad. Hasta tal punto, que sus propias compañeras de trabajo dijeron, sorprenderse de lo bonitas que eran sus piernas, la primera vez en tres años en que la vieron con una falda casi corta que ella guardaba desde tiempos inmemoriales.

 Pensaba que no quería ser esclava de la moda, que no tenía intención de ir cada día al gimnasio a luchar contra la evidente flaccidez de sus músculos, que su belleza interior era la que realmente contaba… Pero el día en que se tropezó con sus dos zapatos de pares diferentes, uno con lengüeta y otro sin ella, decidió que debía hacer algo con su apatía autoimpuesta.

De joven, tan ocupada de los niños, del trabajo, de bajar la montaña de camisas cada domingo, pues progre todo lo que quieras, pero su marido -progre también- no iba a aparecer en su trabajo con una camisa arrugada. De lunes a viernes trabajaba y hasta encontraba un espacio para la militancia, el compromiso social, y todas esas cosas que tanto marcaron a las personas jóvenes de su generación. El fin de semana tocaba tareas domésticas y visitas familiares. ¿Qué espacio quedaba para cuidar de sí misma o para divertirse? Poco, la verdad es que bien poco. En parte porque faltaba siempre tiempo, o porque se sentía muy cansada y en parte porque siempre andaban sin un duro, con lo justito.

Vio crecer los niños, guardando su primer diente de leche. Fue a todas las manifestaciones pacifistas de entonces, hasta que un buen día, sin que ella lo tuviera previsto, su marido progre le espetó en la cara que se había enamorado de otra. Aquel hombre con el que aprendió a hacer el amor, con el que había pasado noches en vela mientras los niños tenían la varicela, el hasta ahora dialogante y buen compañero... se había enamorado de otra.

Encajarlo no resultó fácil -aún trata de encajarlo-, pero no exactamente el  de que él se fuera de su vida por sorpresa -desde entonces no ha vuelto a planchar más camisas, todo hay que decirlo-, sino el hecho triste y jodido de que se sintió literalmente despreciada. Tan cogida de sopetón, que solo le dio por llorar. El mundo se volvió por un tiempo gris oscuro, y ella se preguntaba una y otra vez qué carajo tenía aquella otra mujer para que él la abandonara, después de tanto día a día compartido.

Pasado el tiempo, ella supo que en realidad nadie se muere de desamor. Rememoraba el sexo aburrido y monótono en que andaban en su último período de relación, y reconocía con certeza, que  lo que realmente le ha impedido levantar cabeza en este tiempo, ha sido no solo su orgullo herido, sino también ese cansancio denso acumulado, que le ha llevado a no hacer nuevos intentos, a volverse casi invisible. Enfrascada en lecturas formativas, en la lucha por la causa de las mujeres, en el cuidado de los hijos, que pasaron de usar pañales a la maquinilla de afeitar, casi sin que ella pudiera darse cuenta...

 Ocupada del trabajo, de mantener la casa en orden y su vida programada, no había reparado hasta el incidente de sus zapatos en que necesitaba abrazos, que la vida se le escapaba de las manos, que el tiempo pasaba veloz, que los chicos seguían su camino, y que ella aún no podía disfrutar de cosas simples dejando la culpa tras la puerta.

No tenía muy claro cuales iban a ser sus próximos pasos. Sabía a ciencia cierta que ella era la única responsable de sí misma.

Pensó que si mañana fuera el último día que tuviera de su tiempo, lo último que le preocuparía sería su atuendo. Percibió lo efímero de la vida, decidiendo de pronto, que ya iba siendo hora de vivirla intensamente. 

En mitad de la calle se quitó los zapatos, y descalza, echó a correr con una especie de extraña sensación de libertad, mientras reía a carcajadas. 



14.7.12

CIUDADANA DEL MUNDO







Ayer me sentía propietaria del planeta, aglutinadora de pensamientos, portadora de sueños.

Tras un más que merecido descanso, he recuperado por fin la capacidad de dormir. Hace unos días que mi reloj biológico no me alerta cada dos horas en mitad de la noche.

Puedo escribir lo que pienso, decir lo que siento, pensar por mí misma, hacer realidad algunos de mis deseos.

Hijos… mis queridos y adorados hijos, me hacen sentir madre de todos los niños del mundo. Reparto abrazos a granel, no cuestan nada, son gratis. Nadie puede prohibirme ese disfrute, cuando llego a la escuela, y se me tiran a los brazos de esa forma espontánea que tan bien manejan los niños.

La incertidumbre acecha tras la puerta. Los coyotes del poder nos quieren negar el derecho a vivir en paz. Debe ser por puras ansias de dominio. El excedente ya está todo en sus manos. Pan y circo, aunque cada vez más circo y menos pan.

No me rindo, simplemente porque no he entrado en ninguna guerra. Pienso seguir siendo todo lo feliz que pueda. El horizonte me pertenece, cada vez que lo guardo en mi retina. Pero todo lo que disfruto me gusta compartirlo, o el placer jamás será pleno.

Cuando hicimos en dos días las visitas a sendos consulados,  uno de mis hijos ahora además de español, es belga. Mientras que el otro ha pasado a ser también argentino, desde ayer precisamente. Caigo en la cuenta de tengo en casa los genes de muchos, muchos ancestros desconocidos. Por alguna razón me han elegido como madre. Precisamente aquí, en este rinconcito privilegiado del planeta donde todos somos bienvenidos y de ninguna parte.

En este lugar mágico, rodeada de mar y playas, tenemos una peculiar historia. Nos sentimos orgullosos de ser quienes somos. Pese a que  durante mucho tiempo nos han ocultado la verdad.

Me gusta sentir cada mañana, cuando miro el mar, que entre mis genes están ellos, los aborígenes, que libres como el viento lucharon cuanto pudieron contra el sometimiento de convertirse en esclavos. Por otro lado, están los aventureros, los se que adentraron en este lugar, sin saber bien donde se encontraba, quedando alguno quizá atrapado por un  amor fugaz, de camino en la ruta al Nuevo Mundo. 

Todo ello ha configurado mi carácter, mi acento, mi propia manera de ver la vida. Por eso, precisamente por todo eso me siento ciudadana del mundo.

13.7.12

EL NIÑO DE LAS BOTAS DE GOMA





Mi querido amigo y colega Manolo Henríquez, en Molacillos, su pueblo.



El niño no está mirando a la cámara del improvisado  cronista. Se trata de uno de esos días lluviosos en que todo se convierte en un barrizal. De momento corre libre como el viento de un lado a otro. Como cada día, se calza sus botas de goma que ya casi forman parte de su anatomía. Las botas llenas de barro y su pantaloncito corto con tirantes, abotonados a la altura de la pancita, dejan libre un tramo de piernas y rodillas redonditas, que algo conservan del bebé que era hasta hace nada. Por dentro lleva un jersey de lana y le cae el flequillo liso sobre su frente. Por  la sombra que proyecta su imagen, se puede saber que era ya pasado el mediodía.

 ¿Qué habrá llamado más la atención del cronista: el niño o la rata que lleva cogida por el rabo, o ambos? 

La encontró tirada en el camino, y la levantó a modo de trofeo. Nadie se ocupa de restringir los movimientos del niño, ni lo que recoge, o lo que pueda llevarse a la boca. Era un espacio absolutamente seguro. Más allá de la pobreza de la posguerra y del frío del invierno, él era feliz.

A pesar de ello, su cara denota contrariedad.  Por algo se había enfadado. Ni idea de que se fijaran en él para inmortalizar su imagen. El fotógrafo debió decirle “mira aquí”, y entonces el posó de mala gana, con una mano en el bolsillo y la otra sujetando el bicho muerto. Aquella imagen llegó muchos años más tarde a una galería, y pese a que todo parecía en blanco y negro, destacaban la expresión de su cara iluminada y la boca abierta del animal.

Cuando pude contemplar su imagen -la de ambos- las ratas dejaron de erizarme. Trato de reconocer al adulto que se esconde tras el niño, de intuir cuánto de ese niño aún se vislumbra en el adulto de ahora. Por primera vez quiero conocer cada detalle de su historia. La historia de todos los niños que hay tras la adultez de las personas que deambulamos cada día.

El niño me inspira inocencia y confianza, además de una especie de desamparada fragilidad. Mirarle, me hace querer un poco más a todos los niños que se resisten a crecer, y de alguna forma morir.

No sabe la que le espera, nadie lo sabe a esa edad. Tiene casi tres años, o quizá menos. He arropado y abrazado a mis niños de esa edad, cuando con un abrazo se abarcan del todo. En ese instante, lo único concreto es el momento, el abrazo fugaz que perdurará más allá del tiempo y de los avatares de la vida.

De todos los abrazos que recibió de su madre, el niño de las botas tiró mano cada vez que se sentía triste y solo. En algún momento de nuestras vidas todos necesitamos escaparnos hacia ese estado de seguridad que solo puede percibirse tras el abrazo de una madre.

En realidad él admiraba fascinado el tren a su paso, y lo que más deseaba en este mundo era ser el maquinista de aquel tren. Corría, y se paraba pacientemente cerca del paso a nivel, esperando que pasara con sus vagones y su ruido. El héroe del niño, mucho antes de que alcanzara a conocer al Capitán Trueno, era el maquinista del tren, rodeado de un halo de misterioso poder.

El día en que reparó en aquella enorme rata muerta, convirtiéndola en algo menos repugnante desde el instante en que la tomó en su mano, olvidó por completo espiar la llegada del tren y también ese día, el envidiado maquinista pasó a un segundo plano.

Más tarde, en apenas unos años, muy pocos, se convirtió en “chico grande” que va al colegio. Las botas aumentaron de talla, dejando atrás simbólicamente el barro. Pero el tren siguió formando parte de su vida. La idea de ser maquinista iba ahora tomando forma. Aunque en realidad fueron otras circunstancias, a modo de cronistas ocasionales, las que le marcaron el camino de su vida. Eso fue lo que pasó una y otra vez, que se giró para posar terminó en una foto definitiva.

De esa manera fue un poco todos sus héroes: cuidador de animales, electricista, pintor de edificios, decorador de paredes, malabarista, entrenador de fútbol, bibliotecario, acomodador de cine  y hasta maestro. Todo por un flash, como la foto con la rata.

El niño augura que cuando llegue a casa no podrá llevar la rata consigo, así que se la lleva bajo el árbol y la esconde entre dos piedras. Para su sorpresa, el fotógrafo, conciente de su propia genialidad, apareció por la casa con la foto unas semanas más tarde. La madre gustosa la compró. Cuando él nació, casi no lo cuentan. Por suerte ahora podían hablar de ello. Pero era chiquito y peludo. La comadrona decidió llamar al cura, había que bautizarle con urgencia, no fuera que muriera pagano.  En realidad a ella su niño le parecía hermoso de cualquier manera. Compró aquella foto que después de que dejara de ser novedad, guardó junto con otras en una caja de lata en un cajón de la cómoda. Allí estuvo durante muchos años. Un buen día la prestó para una exposición que recogía la historia del pueblo. De esa forma llegó a la galería, formando parte de un catálogo de instantáneas de otros muchos personajes.

Cuando ya de mayor cogió el tren que definitivamente le llevaría a buscar su destino en la vida, cayó en la cuenta de que éste no terminaba por aparecer. En realidad eran muchas estaciones, una tras otra, las que se iban sucediendo. Mirar por la ventanilla era fascinante y jamás le produciría vértigo. Pero no existía un destino. Su destino desde entonces sería el mundo entero.

11.7.12

FÉLIX





La ventaja de los gatos


sobre los perros es que con la
compañía de los gatos
uno puede seguir
sintiéndose solo.


       (Mario Benedetti)






En el teclado del ordenador había pelos de gato. Incluso alguno en la pantalla. El gato, que campeaba por toda la casa como rey  absoluto de aquel espacio, llegó un buen día  porque entró con él. Es decir, el gato y él venían en el mismo paquete. Él se instaló en su mitad de armario y en la parte contigua de su cama. El gato, tuvo siempre claro que todo el territorio era suyo, así que no tenía límites. 

Lo primero que hizo, nada más llegar, fue acercársele. Así mientras ronroneaba ante sus caricias, al principio un poco forzadas, le ganó el corazón. Después el sofá, la cama, la alfombra... todo estaba señalado con su rastro. Quería enfadarse con él, pero tampoco era fácil. Cuando se instalaba plácidamente encima de su camiseta recién cambiada, ella tenía claro que el dichoso gato buscaba su olor y su calor, sin intención de molestarla para nada. 

Se acostumbró a comprar en las tiendas de todo a cien unos rollos quitapelusas que teóricamente limpiaban su ropa. Aunque pese a consumir dichos rollos a granel, siempre iba con pelos grises en sus chaquetas, blusas y pantalones.

El gato, se quedó en la casa cuando él se fue. En realidad se fue por unos días, en principio. De mutuo acuerdo elaboraron la idea de darse un espacio para pensar y sentir, a ver si es que de verdad extrañaban uno al otro, o si por el contrario su vida se había convertido en un tedio cargado de rutina. Félix,  se quedó más que voluntariamente. Ella juraría que ni siquiera notó el cambio.

Más tarde, gato y dueño se fueron juntos, pues tras la tregua de distancia, ella y él, comprobaron al unísono que la vida así era más fácil, pese a todo. Ella recuperó sus mitades de cama y armario, y también un poco de soledad. Con ellos se fueron los ronroneos y los pelos, las latas de comida, la tierra para gatos y la inservible y mullida canasta, en la que Félix, jamás dormía.

Empezó a sentir que le echaba de menos, cuando al estirar sus piernas en la cama, no se tropezaba con el bulto peludo del cuerpo de Félix. Luego, se dio cuenta, de que aquella compañía silenciosa y serena, invisible casi, hacía que ella se sintiera menos sola.

Pensó en ir a por él, pero desechó la idea, no solo porque parecía un egoísmo injustificado, sino además y sobre todo, porque podía sonar a excusa reconciliadora.

Así que sus día sin ellos -Félix y su dueño- transcurrieron sin más, tan absorta en la rutina, que era incapaz de parase a pensar, porque no quería hacerlo, en cuánto vacío había en su vida, más habitable por un gato que por gente.

Bajó a la calle  a llevar la basura, decidiendo incluso deshacerse de la pelota de Félix, y en el preciso instante en que intentó cerrar la puerta le encontró, con su ronroneo habitual. Allí, esperándola. Le pasó entre las piernas con su habitual zigzagueo. Restregó su cabeza contra ella, que aún permanecía de pie, impávida. Entonces fue cuando le miró implorante, y ahí  no tuvo más remedio que acogerle y meterle en casa.

-No te preocupes, quédate con él si quieres, le dijo  su dueño. En realidad, los gatos no son de nadie. Ellos eligen con quien quieren estar. Creo que entre tú y yo, él ha decidido quedarse contigo.

Así fue como Félix y sus pelos se hicieron los únicos amos de aquel territorio. De tan suave manera se instaló, que hasta el día en que comprobó los pelos estaban en el teclado de su ordenador, no había sido demasiado consciente de lo lejos que había llegado tan sigilosamente.

Del dueño de Félix, nunca más se supo. Con el tiempo, ella se llegó a preguntar si el verdadero motivo por el que había irrumpido en su vida de aquella manera, para luego marcharse con la misma, habría sido deshacerse del felino. 

En cualquier caso no importaba. Por momentos olvidaba que en realidad el gato no había vivido en la casa desde siempre, a veces confundía en su memoria los recuerdos, llegando a dudar qué fue primero, si Félix o su dueño.

7.7.12

APENAS UN ROCE DE SUS DEDOS...





Apenas un roce de sus dedos en los míos. Silencio. Fingimos no percibir nada. Continuamos charlando. Hablamos del futuro, del mundo y de cosas verdaderamente trascendentales y poco personales. Los dedos me queman. No le miro a la cara. Qué va a pensar de mí, eso lo que aparentemente me preocupa. Recuerdo de pronto todas las palabras no dichas explícitamente hasta ahora. Hasta dudo de la existencia de tales palabras. Le supongo receloso. No me baso para ello en ninguna lógica o indicio. Son mis propios recelos. No quiero repetir decepciones. Quizá por eso he retrasado este encuentro. Mientras arreglamos el mundo, le miro. Me gusta su boca. Algo tan banal y al mismo tiempo tan humano como eso. No había reparado en sus labios gruesos y sensuales. En realidad no le había visto frente a frente tantas veces. O quizá había borrado su imagen de mi memoria. Los dedos ya no me queman, pero ahora percibo su rodilla tocando la mía bajo la mesa. No la retiro. Hablo a borbotones. Pese a ello, no digo nada de lo que realmente me gustaría decir. Una parte suya me resulta familiar. Sin embargo en otros aspectos es un desconocido. No conozco su cuerpo, ni su piel, ni tampoco su olor. No sé bien si quiero que él conozca el mío. Si le dejo conocerme y resulta que luego desaparece, una parte mía andará pululando por ahí. Es una teoría sin fundamento. Lo sé. Estoy nerviosa. Llevo toda la semana alterada. No me gusta perder el control de esta manera, pero al mismo tiempo me entusiasma.

 Hoy especialmente he tenido un día agitado. Las horas parecían no tener un ritmo lógico. La mañana transcurrió velozmente, sin embargo a medida que se acercaba la hora de la cita, el tiempo parecía inacabable. Abrí varias veces el correo. Un email más escueto que en ocasiones anteriores. Quería estar segura de la hora. Temía llegar tarde. Tampoco deseaba llegar primero. Si me veo aquí sola, no sabría muy bien qué hacer. Le he visto nada más llegar. Creo que no se notó para nada mi torpeza. Me sentía torpe y agitada. Coraza de mujer segura. Eso me suele salir bien.  No hablamos de los numerosos emails que nos fueron acercando y derribando barreras. No de entrada. Pero estaban en mi mente. Todo el tiempo. Parecía que mi caudal se había agotado, pero poco a poco vuelven a surgir las palabras. Finalmente puedo centrar la conversación en algo más auténtico. Solo he deseado ser yo misma. Yo misma, más allá de todo fingimiento. Hasta llegar aquí andaba preocupada por mi imagen. Por lo que percibiría de mí más allá de aquel reencuentro casual en el que nos pasamos las direcciones de correo.

En todo este tiempo, parapetada tras el teclado del ordenador puedo ser auténtica, pero cara a cara me cuesta más. No soy ni la mitad de osada. La educación y todo eso. No tiene sentido que esté tan perturbada, me digo constantemente. No soy aquella niña de quince años tímidos y torpes. Entonces,  me avergonzaba de mi cuerpo. Mis pechos eran solo un intento y aún no tenía la regla. Flaca y vestida de niña. Tímida y llena de complejos. Ahora es diferente, pero una parte de ella se esconde dentro de mí.  Si realmente él no me interesara en absoluto, podría andar más suelta en esta situación. Hasta esta mañana no he sido consciente de mi interés, aunque no pienso darle rienda suelta. Pienso andar con cautela, a ver que pasa.

Paseamos. Me gustaría coger su mano para sentir de nuevo su calor, como cuando los dedos se encontraron. Pero sería un atrevimiento imperdonable. Estoy tan pendiente de lo externo, que apenas dejo que fluya el deseo. Me convenzo de que no lo deseo realmente. Caminamos un poco más hasta llegar a su casa. Impecable. Todo en su sitio. Debí suponerlo, aunque en ningún momento imaginé su espacio. Me siento en una esquina del sofá mientras pone la música y prepara unas cervezas. Ahora le siento cerca muy cerca. Su cuerpo me resulta familiar. Cálido y cercano. Esta vez no lo dudo y estrecho sus manos entre las mías. Reconozco su piel, quizá recorrida en vidas anteriores. No hay dudas. Bueno, sí que las hay, pero ahora son otras. Exploramos nuestros cuerpos sin prisa y con ternura. Sus labios son todo lo sensuales que parecían. Me gusta su calor, su piel, sus manos…

Sé a ciencia cierta que seguiremos explorando más allá, pero hoy no he necesitado las palabras para explicarle hasta donde quiero llegar. Se mezcla el deseo con el miedo y la euforia. Quero esperar un poco. No mucho. Lo suficiente para digerir todo esto que fluye dentro de mí como un revulsivo.

Puedo ser débil o fuerte, da igual. Sentir que para él está bien como soy es un comienzo para mi seguridad. Son casi las seis de la mañana cuando llego a casa. Ahora no puedo dormir. Voy hacia el ordenador. Se me ocurre transcribirle el poema de Benedetti “Los formales y el frío”, no sin antes censurar deliberadamente los primeros versos.

         Quien iba a prever que el amor         ese informal
          se dedicara a ellos        tan formales


4.7.12

ME LLAMAN LA LOCA



     

Me llaman la loca. De hecho todos piensan que estoy loca. Una vez, me volví loca de amor. Cuando no fue posible, cuando todo se acabó, yo creí que moría. Entonces fue cuando adopté esta actitud indolente de ausencia. Me fui sumergiendo en esta locura programada, casi sin que me diera cuenta de ello, hasta que finalmente me lo he terminado creyendo. Claudiqué. Tiré la toalla. Decidí no vivir nunca más si no era con él.  Y fingí no enterarme de nada de lo que ocurría a mi alrededor. Me dejé llevar.

 Así, empezaron por decidir por mí que es lo que debía comer, como debía vestirme, incluso buscaron un nombre a mi mal. Dicen que soy maniaco depresiva, hasta me lo he aprendido y cuando alguien me pregunta, le digo de que mal padezco. Así todo el mundo queda tranquilo, saben que tengo un mal, que no soy dueña de mis actos. Todo eso es cierto , pero cómo explicarles que padezco una locura de amor y que desde entonces no encuentro la paz, ni el sosiego. A ciencia cierta sé que no me van a entender. Para entenderme haría falta que alguien hubiera pasado por algo parecido, solo así podrían comprenderme.

Él no es que fuera un hombre guapo, pero tenía su atractivo. Yo era una chica joven, demasiado controlada por un padre autoritario que ya tenía claro con quien debía casarme. Pensaba lógicamente en alguien de mi clase. Él no era de mi clase, según mi familia, y me prohibieron verle. 

Yo le veía a escondidas, cuando todos dormían en la casa salía sigilosamente, como una ladrona, a mi encuentro con él. Le buscaba, en la oscuridad de la noche, y era capaz de percibirle por su olor. Nuestros cuerpos  se juntaban, sin prisa, explorando cada milímetro de nuestra piel, como si ahí terminara la vida, como si no hubiera nada más allá. Me tocaba, suavemente, en un lento recorrido, que solo puedo evocar cuando cierro los ojos y le imagino. Y flotaba, viajaba, me iba lejos, más allá de mi cuerpo, solo con sus caricias.

 Llegó a ser una obsesión para mí. No podía pensar en otra cosa que no fueran aquellos encuentros. No quería pensaren nada realmente. Solo vivir aquel momento eterno, que es en realidad lo que ahora mismo me mantiene viva. Me sentía más unida a él de lo que jamás pude sentirme a ningún otro ser humano, incluido mi propio hijo, que nacería muchos años más tarde.

Un día me alejaron de aquel lugar. Dispusieron de mi vida y me transportaron en un barco, en un trayecto que duró varias semanas. Yo primero pensé que sería capaz de volver donde estaba él, o que por el contrario, él no pararía hasta dar conmigo. Pero el tiempo me fue dejando claro que jamás volvería a verle, ni a oír el suave susurro de su voz, ni a sentir la calidez de su cuerpo junto al mío, y entonces entré en esta especie de locura, de la que no pienso salir. Decidí no vivir si no era junto a él.

Me puse a  llorar sin consuelo, en un llanto silencioso que duró varios días. En una especie de duermevela, que no me permitía descansar. Entonces empezamos el recorrido por médicos y hospitales de prestigio, hasta me llevaron a un curandero, creyendo que él sería capaz de poner fin a mis males. Después pensé en hablarle, como si estuviera presente, a ver si me podía oír, allá donde fuera. Pasaba horas interminables hablando sola. Con ello confirmaron la teoría de que realmente estoy loca.

Pasaron varios años, hasta que me hice a la idea de no volvería a verle, y fue entonces cuando dicen que experimenté una ligera mejoría. No pude jamás encontrar un hombre a su altura. Pero me casé y tuve un hijo. Cuando me encontré con aquel niño entre mis brazos, pensé que no podía con tanta soledad. Y volví a encerrarme en un mutismo lleno de dolor y de tristeza. Mi pobre hijo no era culpable. Toda la culpa era mía, por mi falta de voluntad, por ese inconformismo crónico que no ha dejado de atormentarme día tras día, año tras año.

Y así fue como a mi hijo lo criaron otros brazos, lo arroparon otras madres. Mi marido, generoso con su tiempo –según opinaba la gente que nos conocía- me llevó de psiquiatra en psiquiatra, que generosamente pagó con mi propio dinero. De paso alegró sus horas muertas con compañías femeninas más gratas que la mía, que también supo pagar con mi dinero. Y ese fue un acuerdo no hablado, pero que nos compensaba mutuamente. Yo quería que me dejara en paz, y él quería mi dinero.

De mi amor nunca más supe. Es decir, si he sabido. Lo sé cada vez que pienso en él. Sé  que le quise, tan sin límites que aún le quiero. Lloro su ausencia, me finjo dormida y por momentos me lleno de tristeza. Pienso en él con la serena paz que da el saber que me voy de este mundo después de conocer el amor. Me hundo en la soledad, no hablo con nadie, pero a veces quiero gritar a quien pueda oírme lo hermoso que es realmente querer a alguien de esta manera. En estos momentos me vuelvo eufórica y comunicativa, canto, río, hablo… hasta que tomo conciencia de que extiendo la mano y él no está, no estará jamás. Y entonces me vuelvo a sumergir en la melancolía.

Cuidan de mí. Se ocupan de lo que como, de lo que pienso, de cómo me visto, de mis médicos y de cuanto tiene que ver conmigo. 
No tengo ningún poder sobre mi vida. Me dejo llevar, esperando que un día mi cuerpo se canse de esperar, porque es esta espera lo que aún me mantiene viva.