12.2.13

Papá...






Papá…

Un día te fuiste a trabajar lejos de casa. Recuerdo que mamá y yo te despedimos cuando subías a aquel barco grande. Te esperé desde entonces cada día, hasta que poco a poco me fui acostumbrando a no verte. Solo te escuchaba a través del teléfono. Me cantabas y hacías bromas. Pero también eso comenzó a espaciarse. Se perdió con todas las promesas de cosas divertidas que haríamos juntos una vez volvieras.

Ya directamente me habitué a vivir sin ti. No te buscaba con la mirada en mis actuaciones del colegio, ni volvimos a pasear de la mano por al parque. Quise encontrarte en cada uno de mis sueños y hasta dedicarte la canasta que logró que mi equipo ganara aquel partido. Pero no estabas.

Cuando vengo a la playa miro al horizonte, y es cuando me da por pensar que estás del otro lado. No te ha tragado el mar. Pero te fuiste y, en esa despedida, un trocito de mi se fue contigo.

Te llevaste mis patines y mi osito de peluche. Es decir, los tengo yo, pero no los puedo volver a coger entre mis manos porque pienso en ti con tristeza.

Cada vez que en el colegio la profesora se empeña en preparar regalos para ti y para los otros padres de la clase, yo me escondo bajo la mesa y finjo tener  dolor de estómago. Por eso me libro de hacer algo que nunca voy a poder darte. La primera vez que le expliqué a la "seño" que yo no podía hacer ese regalo para ti, me dijo que podía regalárselo a mamá o al abuelo. Ella no comprende que yo en ese momento me siento solo y triste.  Igual que cuando miro al mar. Me pongo muy apenado pensando en ti, pero no puedo evitar mirar a lo  lejos a ver si te encuentro.

Estarás al otro lado, en algún lado. No te ha tragado al mar. Probablemente no vuelvas para ver cómo me voy convirtiendo en un hombrecito. Mamá y el abuelo dicen que me parezco a ti. Yo quiero parecerme a ti porque eres grande y fuerte, aunque a veces quiero recordarte y solo viene a mi cabeza una imagen borrosa. Ya  no sé bien como es tu cara, papá.

Cuando baja la marea y camino junto a los charquitos, me miro en ellos como si tuviera un espejo, así siento que tú estás un ratito conmigo. Tampoco pudiste ver como aprendía a nadar solito y ahora hago dos mil metros en un día. Mamá dice que voy ser muy alto y tengo que proteger mi espalda. Por eso nado y nado esperando algún día nadar mucho más allá del horizonte.

Una vez en el parque me caí de un tobogán porque en una avalancha, los niños me empujaron sin querer.  Yo no podía parar de llorar, pero no porque sangrara mi rodilla, sino porque me acordé de ti y de cuantas veces me recogías abajo cuando yo, indeciso, dudaba entre lanzarme o no.

Le pregunto por ti al mar y dice que no sabe. Ni tampoco la gaviota que a veces se posa en la arena en busca de comida. Mamá ya no me da evasivas. Me dice claramente que no te espere porque probablemente nunca vuelvas. Aunque creo que hay algo que ella no me cuenta para que no me ponga triste.

Lo mejor de todo papá fue cuando, hace unos días, encontré a mi hermano en internet. Tenía mis ojos, mi cara y mi apellido. Él aún te recuerda menos que yo. No conoce nada de ti, nunca fue contigo al parque ni le enseñaste  a andar en bici. Dice que tenía dos años cuando te fuiste y no te quiere volver a ver. Tampoco tiene mar al que hacerle preguntas. Es grande, alto, adulto y se parece a ti. Pero está enfadado contigo, me parece. Yo no me enfado, simplemente te extraño.

Te he perdido a ti pero he encontrado a mi hermano. Me ha prometido que vendrá a conocerme y yo le creo. Así que por esta orilla aparecerá en algún momento. No sé cuando, pero sé que va a venir algún día.  Por eso estudio francés, no sea que me coja desprevenido y no pueda decirle cuanto le quiero. Le voy a llevar a mi colegio, para que mis amigos comprueben que no miento, que él existe y hasta nos parecemos. Nadie va a volver a empujarme en el recreo cuando vean a mi hermano.

Papá…

¿Por qué no me hablaste nunca de él? ¿Es que no le recordabas? 

Esta mañana amaneció con lluvia y mamá dijo que no es un buen día para bajar a la playa. Yo prometí abrigarme bien y no entrar en el agua. Pero he sentido grandes deseos de salir a la orilla, correr contra el viento y tocar la arena con mis manos. No está mi amiga la gaviota y tampoco veo el barco grande que pasa cada día a esta hora. La verdad es que he venido solo para volver a revisar el horizonte y darle un grito en forma de mensaje a ver si me responde

¡Papaaaaaaaá! ¿Dónde estás papaaaaá?  



Fotografía: Krithóval Tacoronte

5.2.13

El limbo







No quiso decir nada más. Se sentó en el suelo. Miró a su alrededor. Se frotó los ojos cansados con el reverso de sus manos. Dejó que unas gotas de sudor se deslizaran por sus sienes. Miró al vacío, con la mirada perdida. Sintió una especie de náuseas en la boca de su estómago. Decidió no decir nada más por un tiempo. Cerró su boca. Calló, obstinadamente. Tanta pelea para nada. Tanta batalla para nada. Total, para nada. Era una minúscula partícula en el cosmos. Es decir, era poco más que nada. Nada. Así que optó por callar. Por no decir nada más de ahora en adelante.

Su corazón palpitaba. Lo sentía palpitante. El ritmo de la sangre bombeando por sus venas era todo un desafío. Recordaba, a su pesar, que estaba viva. Pese a que quería morir. Deseaba intensamente morir. Si estuviera muerta, al menos no tendría que vérselas consigo misma en este fatídico instante en el que deseaba morir. Cerrar los ojos y morir. No pensar en nada. No decir nada. Llorar. Estaba cansada de llorar. Lloraba ausencias, soledades. Lloraba por el hijo que nunca tuvo. Lloraba por un amor imposible. Lloraba por la precariedad de su propia vida. También lloraba por él. Sentía su ausencia y lloraba.

Cerrar la boca sería lo mejor de ahora en adelante. No saber nada más, de nada ni de nadie. Silencio. Solo desde el silencio podría acallar su llanto. Su llanto estaba lleno de ausencias, de corazones rotos, de despedidas. No quería saber nada más. Solo desde aquel absoluto silencio divagaba por las avenidas de sus recuerdos, sin quedarse en ellos o a pesar de ellos. Así que sentada en el suelo sentía el frío. El suelo estaba tan frío como su corazón. En este momento estaba gélido, pero no siempre había sido así. Por eso lloraba. Por todo lo que había sido y ya no era.

Afuera, un balón golpeaba en el asfalto: “pum, pum, pum, pum, pum...” Insistente. Como las ideas que martilleaban en su cabeza. Que se calle el niño, por favor -pensaba-. No puedo soportar ese ruido. Toda la atención se le iba a aquel balón golpeante. Ahora no le interesaba tanto callarse. Le interesaba más que callara el niño, por favor. Ella tuvo un niño. Pero nunca pudo abrazarle. Ahora no estaba. El niño se fue. Al limbo, dijo el cura. Se fue y ella no acertó a abrazarle ni una sola vez. Lo del limbo era una estupidez. Eso lo tenía claro. Una estupidez absoluta. Era su niño. Estaba con ella, siempre lo estaba.

El suelo estaba frío. Sentía el frío. Era inmenso. Como su soledad. Como su tristeza. Inmenso. Lleno de recuerdos. No pensaba decir nada más. Ya había dicho bastante a lo largo de toda su vida. No pensaba acarrear ni una sola bolsa más de comida. Estaba cansada de su papel de proveedora de alimentos. Total para qué tanto jaleo. El balón insiste, se aproxima hacia la puerta. El “pum, pum, pum, pum...” es ahora persistente. Cercanamente insistente. -No soporto más este ruido, por favor que se calle. El niño que golpea el balón está vivo. Su niño en el limbo, dice el cura. -¿Cómo puedo llegar hasta el limbo y rescatarle? -se decía ella-.

Entonces pensó en sentarse allí. Irse ella misma al limbo. Al de los calcetines perdidos. Tenían que estar en limbo. ¿Dónde si no? Tenía muchos calcetines desparejos. La pareja estaría en el limbo. Porque ella les había buscado con insistencia. Hasta que se cansó. Se hartó de tanto buscar. Tiró la toalla. Como ahora. Sentada en el suelo quería irse al limbo. Si solo fuera cuestión de irse, no estaría ahora así, sentada mientras el sudor le chorreaba. Sentada mientras venía de correr. Mirando al vacío y sentada. En su inmensa soledad. Allí, en el suelo. Sentada, mientras el “bum, bum, bum, bum...” iba y venía en la calle. Exhausta, en el suelo, no quería saber nada. Los sonidos del exterior le aislaban de sí misma.

Sentía aquel frío intensamente. Como le sintiera a él una vez. Antes de que él se fuera todo era distinto. Ella reía. Reía a todas horas. Desde su marcha -la de él-, ella se volvió huraña. Con motivo o sin él, se volvió arisca. Después de haberse ido él, se fue el niño. Él, él, él... lo abarcaba todo. Era un sin sentido. Lo sabía. Sabía que todo sin él era un sin sentido. La casa y su vida sin él eran más que una emboscada. En realidad eran una trampa. Una trampa absurda.

Sin rencores. Pensaba en él sin rencores. Le recordaba sin recelos. Le tuvo. Mientras fue le tuvo. Tenía la absoluta certeza de haberle tenido. Ahora no estaba. Pero al menos sabía que no estaba en el limbo. Él estaba vivo. Prodigando abrazos en otro cuerpo, pero vivo. Ella, triste. No porque él abrazara otro cuerpo sino porque no le abrazaba a ella. Le echaba de menos precisamente ahora que no estaba. Cada vez que necesitaba abrazos le extrañaba. Intensamente. Insistentemente le extrañaba. Necesitaba sentir su olor para confirmar que todo no fue un sueño. No quería llorar su ausencia, pues eso era lo mismo que aceptar que se había ido para siempre. No quería que él se fuera para siempre. No quería que se fuera ni por un instante. Pero se había ido y tenía que aceptarlo. Aunque su corazón se desgarrara por dentro tenía que aceptarlo. Se fue, y él podía vivir perfectamente sin ella. Ella, eficiente proveedora familiar para los hijos de otra madre, lloraba por su juventud perdida. La que jamás pensaba volver. El niño ahora sería joven. El hecho de que se fuera al limbo, le quitaba a ella la oportunidad de volver a ser joven a través de él.

-Por algún motivo usted no se suicida -le dijo el psiquiatra a su paciente en una película-. Por algún motivo estaba ahora allí sin ni siquiera considerar lo de suicidarse No quería suicidarse. Quería callar de una vez. No hacer más esfuerzos. Cerrar la boca. No cuidar de nadie. No quería saber qué pasaba en el universo infinito. Ni siquiera en la calle, a la vuelta de la esquina, donde por fin el niño del balón se había callado de una vez. Menos mal que se calló. Casi rompe su propósito y le grita. Si hubiera llegado a gritarle al niño, ahora se sentiría doblemente mal.

La vida... le había dado un par de lecciones. Pero dolían. Dolían intensamente. Ella pensaba comerse el mundo cuando supo lo del niño. Cuando sintió que se movía dentro, hizo planes. Pero una vez el niño no estaba, ella tiró los planes por la borda. Fue entonces cuando decidió no pensar. Por eso hacía cosas para otra gente. Intentaba llenar aquel vacío, aquella carencia. Hasta este momento, en el que se hartó. Se cansó. Agotada, decidió no dar ni un solo paso más. Le dolían sus heridas aunque no sangraran. Le dolía su cuerpo apaleado e ignorado. Ignorado por él, que decidió ignorarla. Quería haber podido hacer lo mismo e ignorarle en lógica correspondencia. Pero no era fácil. Claro que no era fácil. No era fácil en absoluto. Le quería desgarradamente.

Ahora, ahí sentada en el suelo, mientras deslizaba su cuerpo por la pared hasta tenderse boca arriba, encima de aquellas frías losetas color gris, notaba el frío intensamente. El frío recorría todo su cuerpo a través de su espalda. No le importaba lo que iba a ocurrir. Le daba todo igual. Cuando ellos - los hijos de otra madre- llegaran, comprobarían que esta vez ella no estaba. Por primera vez no estaba. No quería estar. Le daba igual lo que ocurriera. Si ella había sido capaz de vivir todos eso años sin el niño y sin los abrazos de “Él”, ellos podría arreglárselas solos de ahora en adelante.

El techo se le venía encima. La decadente y atemporal lámpara del techo señalaba el centro. En realidad, estaba un poco desplazada a un lado y ahí no era exactamente el centro mismo de la habitación. De los cinco brazos con bombillo, tres estaban fundidos y no alumbraban. Ni se había dado cuenta de eso. No había reparado en la luz tenue de aquella lámpara, en otros tiempos gloriosa. Ella, tendida boca arriba, pensaba en él. Pensaba en todos los momentos apasionados y fugaces que vivieron juntos. También en los momentos en que la pasión se aplacó, poco antes de que él se fuera. Entonces, ella se colocaba boca arriba y le dejaba hacer. No quería perderle y le dejaba hacer. Pero se iba lejos, lejos. Estaba lejos y enfadada, pero no quería perderle. Así que se colocaba boca arriba como un témpano helado con forma de cuerpo de mujer. Y él, después de hacer, se iba a la calle. Hacía y se iba. Sentía su enfado y se iba.

Hasta que una vez se fue para no volver. Esa vez no volvió. Se fue definitivamente con ella. Con la otra. Con la amante. Desde que le descubrió la amante, optó por dejarle hacer, pero le seguía queriendo. No quería que se fuera. Pero se fue. Definitivamente. La amante dejó así de ser la amante para convertirse en la oficial. La amante le quitó el sitio. Ella pasó a ser ignorada. Relegada ahora al olvido más absoluto. Entonces fue cuando sintió intensamente que no podía vivir sin él, que le necesitaba con urgencia. Ahí se volvió obsesiva, lo reconocía. No podía pensar en otra cosa que no fuera él. A toda hora pensando en él. Le acosaba, le seguía, le vigilaba. Espiaba por su ventana mientras él retozaba en los brazos de la -hasta ahora- amante.

Ella, la que fuera su amante por un tiempo, no solo le dejaba hacer sino que también hacía: le amaba, tal cual le había amado ella en otro tiempo. Con todo su cuerpo. Con cada milímetro de su piel. Casi podía rememorar aquellos momentos, ahora irrecuperables. Aquella mujer le cabalgaba. Tenía su sexo entre sus labios y le acariciaba. Reían juntos mientras ella se subía encima y se movía compulsivamente. Él parecía otro. Le prodigaba abrazos y caricias. A ella siempre se las había escatimado. Especialmente en el último período, cuando había optado por dejar que todo languideciera.

El techo, con la lámpara casi al centro, tenía algunos desconchados. No había vuelto a arreglar la casa desde su ida. Dejaba que se viniera abajo marcando así el paso del tiempo. La casa era un reflejo de ella misma, de su alma. Ella salía de aquella trampa donde había pensado vivir primero con él, y después con el niño. Salía, se iba, se escapaba. Pero ahora estaba allí, tumbada en el suelo. Mirando el techo. Sintiendo el frío. Recordándole a él. Pensando en el niño. En el limbo. ¿Tendría frío el niño? Si el niño tenía frío, ella no pensaba abrigarse. No le dejaron verle, ni tocarle. Así que nunca pudo saber si estaba frío.

Luego vino el caos  El pozo profundo dentro del que cayó. Creía morir. Pero cualquier dolor era superable comparado con el dolor por la pérdida del niño. Cuando oyó todo el asunto del limbo, supo que era ahí donde ella deseaba estar. Ahora, estaba yaciente en el suelo, mirando al techo, sin querer hacer nada, ni tampoco saber de nadie, se resignaba a sentir el dolor de su abandono, la soledad casi buscada. En esa casa que no reconocía como suya. Dentro de un cuerpo de mujer decadente, como la lámpara, y descuidado, como la casa.

Desde que él la ignorara no encontraba sentido a cuidar de su cuerpo. Le dejaba caer con aplomo. Su cuerpo no le respondía. Desde que pasó lo del niño no le respondía. Había ido apagándose como una vela y ahora parecía que, por fin, llegaba al final del pabilo. La cera derretida contenida en el recipiente de su cuerpo era casi inservible. Entonces ideó lo de ir al limbo con el niño. No hacer nada de ahora en adelante. Nada. Nada. Nada. Nada.....