3.4.13

Atrapando un instante







Todavía yo no sé si volverá
Nadie sabe al día siguiente lo que hará,
rompe todos mis esquemas
no confiesa ni una pena,
no me pide nada a cambio de lo que da.


(Pablo Milanés)

Se escapó entre mis manos el momento sublime en que me tropecé con ella. La había imaginado de mil maneras, todas ellas diferentes a como es en realidad. No había ni una sola fotografía a la vista que pudiera darme una imagen de su rostro o de su aspecto. Solo la conocía a través de las palabras del que una vez fuera el hombre de su vida.

Hace tiempo que quería conocerla pero el destino no lo había decidido hasta ayer. Paradojas de la vida, otra vez ocurre algo importante y es en el paseo de la playa. Unos doce años más tarde del instante en que ella se dio de bruces con la imagen temida y a la vez sorpresiva. Una cosa era que supiera y aceptara las reglas del juego, ocupando un segundo plano en aquella relación, y otra muy diferente era el evidente embarazo de la mujer que paseaba por la playa con su hombre compartido, al que quiso tanto, hasta el extremo de fingir que podía aceptar aquellas condiciones.

La avenida de la playa da para mucho y a los diez o quince minutos de caminar, entre gente variopinta hemos encontrado a dos amigas de él. Fui incapaz de retener sus nombres ya que era unos de esos saludos de rutina. Al tiempo que hemos hablado del calor, de las vacaciones y la marea alta, que terminó arrojando a los bañistas a la avenida, ya que la arena estaba colapsada, hemos dicho un “¡Hola, encantada!” casi simultáneo. Sin embargo se percibía entre ellos una familiaridad que rompía todas las distancias. Solo ocurre entre personas que han compartido una gran intimidad. Fue un instante y nada más. 


Tiene un aire de eterna juventud, una niñez desafiante frente a la edad que debe tener realmente y que ni por asomo representa. Es simpática, alegre y parece sacada de una película de Peter Pan. No es alta, ni extremadamente baja. Goza de una silueta perfecta y lleva un deliberado aire informal en su atuendo. Su voz confirma todos los augurios de que hay una niña atrapada en ese cuerpo de mujer. Y posiblemente su aparente eterna juventud no se deba a un pacto con Satán, sino a su optimismo que desborda a raudales.

Tras la despedida, seguimos adelante caminando y es entonces cuando él me desvela que se trata de ella.

-Era Marta

- ¿Qué Marta?

- La Marta de la que te hablé, con la que tuve una historia. La que te interesó tanto. Hasta que no lo compartí contigo, no fui consciente de haber actuado de forma incorrecta con respecto a ella en aquel momento.
-¡No me digas! ¡Qué pena! ¿Pero por qué no me lo dijiste antes?

- Te dije que era Marta.

- Claro, pero hay tantas Martas que no me la esperaba en este momento.

Y ahí lamenté no haber reparado más en ella. Posiblemente no habría sido capaz de decirle tantas cosas que me surgieron en el momento en que escuché su historia. La he reconocido en cada situación que él me contó, la he pensado más de una vez, e incluso, de una forma que podría parecer temeraria, le he instado a concertar un encuentro ante un café para que  le reconozca que una vez la quiso, pero que no se atrevió a apostar por ella.

Marta se fue paseo adelante con su amiga y nosotros caminamos en sentido contrario. Ya no está tampoco la "oficial" de aquel entonces. Los años han pasado socavando el terreno en la marea de la vida. Las olas rompían contra el muro de la avenida y el sol brillaba con todo su esplendor. Ahora tiene cara, voz y presencia, no es un fantasma, es ella. Pensándolo bien solo podía tener ese aspecto, o dejaría de ser la musa con alma de mujer valiente. Hay algo en su vida que se tropieza con la mía... no por casualidad, al escuchar aquel incidente del pasado, para ella doloroso, dos lágrimas resbalaron por mi cara.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte








Félix





La ventaja de los gatos

sobre los perros es que con la

compañía de los gatos

uno puede seguir

sintiéndose solo.

       (Mario Benedetti)



En el teclado del ordenador había pelos de gato. Incluso alguno en la pantalla. El gato, que campeaba por toda la casa como rey  absoluto de aquel espacio, llegó un buen día  porque entró con él. Es decir, el gato y él venían en el mismo paquete. Él se instaló en su mitad de armario y en la parte contigua de su cama. El gato, tuvo siempre claro que todo el terreno era suyo, así que no tenía límites. Lo primero que hizo, nada más llegar, fue acercársele. Así mientras ronroneaba ante sus caricias, al principio un poco forzadas, le ganó el corazón. Y después el sofá, la cama, la alfombra... todo estaba señalado con su rastro. Quería enfadarse con él, pero tampoco era fácil. Cuando se instalaba plácidamente encima de su camiseta recién cambiada, ella tenía claro que el dichoso gato buscaba su olor y su calor, sin intención de molestarla para nada. Se acostumbró a comprar en las tiendas de todo a cien unos rollos quitapelusas que teóricamente limpiaban su ropa, pero pese a consumir dichos rollos a granel, siempre iba con pelos negros en sus chaquetas, blusas y pantalones.


El gato, se quedó en la casa cuando él se fue. En realidad se fue por unos días, en principio. De mutuo acuerdo elaboraron la idea de darse un espacio para pensar y sentir a ver si es que de verdad extrañaban a la otra parte, o si por el contrario, su vida se había convertido en un tedio cargado de rutina. Félix se quedó más que voluntariamente. Ella hasta juraría que ni siquiera notó el cambio. Preocupado por su comida, que era el único momento del día en que se le oía reclamar por algo,  su pasividad era absoluta.


Más tarde, gato y dueño se fueron juntos, pues tras la tregua de distancia, ella y él, comprobaron al unísono que la vida así era más fácil, pese a todo. Ella recuperó sus mitades de cama y armario, y también un poco de soledad. Con ellos se fueron los ronroneos y los pelos, las latas de comida, la tierra para gatos y la inservible y mullida canasta, en la que Félix, jamás dormía.


Empezó a sentir que le echaba de menos, cuando al estirar sus piernas en la cama, no se tropezaba con el bulto peludo del cuerpo de Félix. Luego, se dio cuenta, de que aquella compañía silenciosa y serena, invisible casi, hacía que ella se sintiera menos sola.


Pensó en ir a por él, pero desechó la idea, no solo porque parecía un egoísmo injustificado, sino además y sobre todo, porque podía sonar a excusa reconciliadora.


Así que sus días sin ellos -Félix y su dueño- transcurrieron sin más. Tan absorta en la rutina que era incapaz de pararse a pensar, en cuánto vacío había en su vida, más habitable por un gato que por gente.


Bajó a la calle a llevar la basura, decidiendo incluso deshacerse de la pelota de Félix y en el preciso instante en que intentó cerrar la puerta le encontró, con su ronroneo habitual. Allí estaba, esperándola. Le pasó entre las piernas con su familiar zigzagueo. Restregó su cabeza contra ella, que aún permanecía de pie, impávida. Entonces fue cuando le miró implorante y ahí  no tuvo más remedio que acogerle y meterle en casa.


-No te preocupes, quédate con él si quieres, le dijo el dueño. En realidad, los gatos no son de nadie. Ellos eligen con quien quieren estar. Creo que entre tú y yo, él ha decidido quedarse contigo.


Así fue como Félix y sus pelos se hicieron los únicos dueños de aquel territorio. De tan suave manera se instaló, que hasta el día en que comprobó los pelos estaban en el teclado de su ordenador, no había sido demasiado consciente de lo lejos que había llegado tan sigilosamente.


Del propietario de Félix nunca más se supo. Con el tiempo, ella se llegó a preguntar si el verdadero motivo por el que había irrumpido en su vida de aquella manera, para luego marcharse con la misma, habría sido deshacerse del felino. En cualquier caso no importaba. Por momentos olvidaba que en realidad el gato no había vivido en la casa desde siempre. A veces confundía en su memoria los recuerdos, llegando a dudar qué fue primero, si Félix o su dueño.


Fotografía: Kristóval Tacoronte