7.7.13

Argentina




No es casual que me tocara a mí precisamente ir a recoger el pasaporte argentino de mi hijo. Quiero pensar que no es del todo casual.

Se caducaron los primeros documentos hace ya unos cinco años. Todo porque el consulado se fue de la isla y hacer un viaje en barco hasta Tenerife para firmar una nacionalidad, era algo que a mi joven hijo le quedaba un poco a contramano.

Un año después del momento en que adquiere oficialmente su segunda nacionalidad, llega la cita consular para recoger el pasaporte. Esta vez es todo un poco más fácil ya que ahora el consulado hace itinerancia entre provincias.

Cosas de la vida real, el chico justo ese día tiene un deber inexcusable. Con autorización de por medio enviada vía fax, voy para allá el día y la hora de la cita.

El local, cedido por la corporación municipal de Santa Lucía de Tirajana, es un poco angosto e incómodo. Muchas caras, ninguna conocida. Me dirijo hacia la mesa del fondo. Cuatro amables señoras parapetadas tras la mesa consultan sendas listas y me dan un número: el cincuenta y nueve, tras comprobar el nombre de mi hijo entre los citados.

Mientras espero y observo, camuflada entre la multitud, me familiarizo con el acento aunque hay algunos niños y jóvenes que hablan en español de Canarias. En la mesa de las cuatro mujeres está la bombilla de mate de rigor, con la palabra Argentina grabada bien visible. A un costado se sitúa el termo del agua caliente.

Solo reconozco entre la gente a mi terapeuta de antaño, para seguir con los tópicos. Es oriunda de argentina y viene a resolver alguna cosa. Casi no me da bola, yo a ella tampoco. Han pasado los años por las dos, es evidente.

Recuerdo al abuelo Rafael, al que mi padre, su hijo, jamás llegó conocer personalmente, aunque fueran dos exactas gotas de agua. Está enterrado en un cementerio de Bahía Blanca. Y a la tía Silvia, la otra hija de mi abuelo nacida allá en la Argentina, que nos concilió a todos tendiendo puentes de afecto y de cariño. La vida se la llevó joven, pero dejó de regalo sus dos hijas que son mis únicas primas.

Siento en mi piel que esto es algo más que recoger un pasaporte, viene  se saldar alguna extraña cuenta pendiente con el pasado. Creo que mi abuelo nunca llegó a ser ciudadano de aquel país, pese a trabajar allí toda su vida, desde que era un pibe. Me dio por pensar en él y decirle que su biznieto canario ahora es oficialmente argentino.

Cosas del destino, por causa del exilio involuntario de tanta gente joven, allá por el setenta y seis, llegó hasta esta tierra el padre de mi hijo, deshaciendo el viaje que una vez hicieran sus propios abuelos desde el norte de España.

Tras una larga espera de casi una hora, llamaron al cincuenta y nueve. El cónsul, buen mozo, alto, broceado e impecable, llevaba traje y corbata. Me hizo firmar unos papeles, con mi nombre y apellidos, aunque ese pasaporte no fuera del todo el mío.

En ese  preciso momento creo que se ha cerrado un ciclo. Me vine de vuelta hasta el trabajo, comprobando por el camino que no lo había  extraviado como si llevara conmigo un preciado tesoro. Caduca en el 2024. Calculo que para entonces yo seré una de esas ancianas que se resisten a rendirse ante la evidencia del tiempo. Seré esa mujer inquieta que describe Gioconda Belli en su poema “Desafío a la vejez” al tiempo que recordaré a Mercedes Sosa cada vez que dé las gracias a la vida que me ha dado tanto.