19.8.12

Recuerdos de Uruguay



                                      Montevideo 1010. Esther, la amiga de mi bisabuela.


De niña, mi abuela  era el centro de todas las miradas de su familia. Llegada de forma sorpresiva  en la plenitud de la madurez de sus padres, era menuda y resuelta. En cierto modo, significaba un seguro para la vejez. Una hija siempre era una garantía. Como efectivamente, así fue. Sus padres y hermanos la cuidaron con celo y cariño, como si de una delicada joya se tratara.

Ella recordaba,  ya en su propia vejez, retazos de aquella vida en Uruguay, que no volvería a recuperar nada más que en su prodigiosa memoria.

-“Una vez me subieron en un globo y era todo muy bonito desde allí arriba. Había una fiesta y lo pasamos bien. Mi madre y Esther nos esperaron abajo. Yo subí en los brazos de mi hermano. Fue una pena que mi madre no se encontrara nunca a gusto del todo. Solo pensaba en volver. Se metía en la cama, y podía estar varios días con jaqueca. Hicimos un viaje muy largo en barco hasta que pisamos tierra en Las Palmas. Yo nací en el año cuatro y cuando nos volvimos tenía seis años. Pero un día trece, mala suerte nacer un día trece “– decía con aplomo-

Mis bisabuelos arribaron a las Islas Canarias el 22 de junio de 1911. La niña venía aferrada a una muñeca –regalo de Ester- y con un pequeño baulito de paja a modo de bolso y que aún existe. Antes de partir se hicieron fotos, dejaron algunas a Esther, como recuerdo. Como una premonición de futuro, mi abuela y su padre se hicieron una foto juntos, en Montevideo. Ella tenía seis años y mi bisabuelo,  cuarenta y tres. Solo la muerte les separaría. Esa foto llegó a mis manos junto con el mortero.


Toda la familia por delante, fue la insistencia y el innegociable trato de mi bisabuela. Obstinada y terca, ella no entendía eso de que los hijos son en realidad, los hijos de la vida. Era su familia, lo sentía de forma visceral. Con gran esfuerzo sobrevivieron fuera, se adaptaron a otras costumbres y a otro clima, renunció a ver su paisaje y a su gente durante casi veinte años, pero no iba a dejar a nadie tras su retorno. Todos con ella, fue su última palabra, tan rotunda que no cupo discusión.
 Pese a que la avenida de Benedetti ya está sin árboles.
En las bodegas del barco “Nuestra Señora de la Encina”, viajaron las familias pioneras que fundaron Montevideo, recibiendo idéntico trato que la carga. Soportando un largo viaje que podía durar hasta tres meses, una especia de esclavitud encubierta que les tocó vivir a nuestros antepasados, abriendo brecha , desde 1726 para sucesivas y posteriores oleadas migratorias. Fundamentalmente de Lanzarote y Fuerteventura, entre 1835 y 1850 alrededor de 8.000 personas, contribuyeron a “canarizar” aún más el bello país de la República Oriental del Uruguay.



-“Vine con mis hijos, y con mis hijos vuelvo” –dijo tajante- ya nadie se atrevió a contradecirla.

Los chicos ya estaban en condiciones de ganarse la vida, y preferían el vasto horizonte de esta nueva tierra  -la más tempranamente europeizada de toda América Latina, dijo alguien-  que ya habían hecho suya, antes que el retorno incierto a los cultivos, arrancados con sudor en su isla de origen.

Pero allí mandaba la matriarca, y se llevó consigo a todos los cachorros. Prepararon el retorno, con algunos ahorrillos para volver a comprar casa y tierras. Juntaron sus pertenencias, y arribaron de vuelta a la isla que, por aquel entonces, parecía haberse quedado estática en el tiempo. Aparentemente nada había cambiado. Las mismas casas, la misma gente, el mismo sol.

Para la niña, en su nuevo espacio, todo era novedoso y grande, tal y como lo alcanzaba a ver desde su diminuta estatura. Pero, nada le resultaba familiar. Exploraba un mundo desconocido de calles de tierra, casas blancas, sol de justicia y campos de picón. Y efectivamente, allí estaba el mar, era tan azul como su madre la había contado. Intensamente azul. A veces, atisbaba el horizonte, pensando que en un golpe de suerte podría ver su antigua casa,  la pulpería de la esquina, o la vieja escuela dónde ya había empezado a aprender las letras. Por las noches soñaba, que había recuperado  a sus amigos y su calle, para luego despertar y comprobar, que todo había sido un sueño. Siempre extrañó a Montevideo.

Adquirieron una vieja casa que debió ser reparada. Tenía en común con la chacrita de Montevideo, un pequeño patio con un arbolito en el centro. Pero no era el mismo arbolito, no tenía flores. Y apenas daba sombra. Tres cuartos grandes y una cocina con poyete, un locero, una pila de barro para el agua fresca, la despensa y el sitio de la lumbre.

Mi abuela, desde niña, demostró tener un don para las flores y las plantas. La casa pronto parecía un vergel. Las cuidaba, las regaba, les limpiaba bichos y hojas secas. Sabía las propiedades curativas de cada una, el pasote, manzanilla, ruda, hierba luisa, caña de limón, tomillo, mejorana.... hongos, gastritis catarros o urticarias. Para cada dolencia, había un planta.

Pese a todo, había que ahorrar el agua. En cualquier sitio era un bien preciado, pero en aquella isla seca y agreste, hacía falta una buena aljibe para pasar el verano y dar de beber a los animales. Si sobraba algo era para las plantas. Los cultivos, desde antaño, sobrevivían sin agua. Hasta tres cosechas distintas en una misma temporada, alternado las semillas: papas, millo, judías…Los campesinos cubrían de cenizas del volcán la fértil tierra. Con esta arena negra, la humedad retenida dejaba que las simientes germinaran. Así fue siempre. Por eso parte de la vida del campo consistía en mirar el cielo, plantar antes de las lluvias, pero con el tiempo suficiente para que la semilla, reseca, no se perdiera. Cosa que era muy posible que ocurriera si un año no llovía. En ese caso, ni cosecha, ni agua en el aljibe para pasar el verano… y a esperar con paciencia.

Mirando al cielo mi abuela conocía las estrellas y me explicaba dónde andaba cada constelación a la que llamaba coloquialmente “el arado”, “el lucero del alba”… sabía que el halo de la luna barruntaba más calor para mañana y que contar las estrellas, hacía que las manos se llenaran de verrugas, que luego para curarlas había que pasarles un trozo de carne y enterrarlo hasta que pudriera. Igual tenía su truco liberarse de los dolorosos picos de erizo de mar, si entraban en un dedo o en el talón del pie, que solo salían cuando subía la marea y la minúscula parte del animal, como si tuviera vida, empujaba hacia fuera. Entonces era el momento de sacarles con un alfiler, que previamente se había pasado por el fuego.

 En parte,  lo que provocó la salida desesperada de la isla por parte de mis bisabuelos, no había sido toda culpa de la guerra. Las sequías sucesivas habían ocasionado muchas hambrunas. Seguidas en alguna ocasión de plagas de langosta que arribaban en la playa, pues llegaban flotando en el mar como enormes bolas. Pese a los muchos aspavientos para ahuyentarlas, consistentes el palos y humaredas, los cigarros berberiscos como les denominan las crónicas, no hacían más que aumentar la pobreza de los isleños. Se comían cualquier cosa que fuera verde y tuviera vida.

Mis tatarabuelos y parientes hubieron de salir a escape, en oleadas sucesivas que se van dando a medida que la sequía les dejaba morir de hambre y los emergentes terratenientes estaban dispuestos a comprar sus resecas y sedientas tierras por dos perras. El boyante negocio de tráfico humano no es un descubrimiento reciente. Muchos se enriquecieron fletando barcos que llenaban hasta sus topes, llegando lo pasajeros a pasar hambre y sed e incluso a morir en el intento.  Por empeñar, habían vendido hasta su trabajo futuro en años sucesivos para redimir el pago del billete.

Una oleada importante de canarios,  salían a la desesperada, a medida que las cosechas se perdían y el hambre arreciaba, no pudiendo ni disponer del dinero para pagar las contribuciones de las casas, donde dejaban caer sus cansados huesos.

Mi bisabuelo, Casiano Perdomo nacido en 1868, fue hijo de todos estos vaivenes y vapuleos. En el momento de partir lo hizo al amparo de amigos y parientes que les habían precedido. Era un muchacho de casi treinta años cuando salió de la isla con esposa y dos hijos.

Pero retornaron, una vuelta inesperada, ya que la mayor parte de los que pasaban más de veinte años fuera, no volvían. En sus vidas, en su acento, en sus costumbres y en su olor venía un cachito de Uruguay y ya se quedaría con ellos para siempre.

 Igual que allá en la República Oriental, quedaría para siempre, sus estelas, junto a  la “phoenix canariensis”. El otro único lugar del mundo donde crece a su libre albedrío la frondosa  palmera canaria, solidarizándose así con sus paisanos, haciéndoles más suave el exilio. Ellos transportaron las semillas y, más tarde, se adaptaron a esa tierra. Al tiempo que cerca, crecían sus palmeras que aún perviven,  jalonando durante varios kilómetros la carretera que conduce a Montevideo, incluso junto al monumento en la misma plaza de la Independencia, custodiando la estatua de   Artigas -el cual también tenía ascendencia canaria-.


 Eso dicen: / que al cabo de nueve años / todo ha cambiado allá. / Dicen que la avenida está sin árboles, / y no soy quién para ponerlo en duda. ¿Acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles /que, según dicen, ya no están?".
 (Mario Benedetti).

He sabido que en Uruguay se consume gofio -producto genuinamente canario-  y que las madres duermen a sus niños cantándoles el arrorró.

 El “tributo de sangre”,  exigía que para poder transportar mercancía a América desde Canarias, era imprescindible llevar también carga humana -cinco familias para repoblar las colonias por cada cien toneladas de mercancía-. 


Retornaban trayendo consigo hablas y costumbres de un país que también era el suyo, de una tierra inmensamente llana, muy verde, muy fértil, con un clima moderado húmedo y templado, con gente amable y acogedora. 

Dejando afectos y paisajes, cumpliendo lo que parecer ser que es el sino de cualquier emigrante “volver a su tierra”, ya que en principio casi nunca la salida es con un fin irretornable.

Así mismo volvieron mis bisabuelos, con sus pobres baúles repletos de recuerdos.

El patio de la casita de mis bisabuelos, que pudimos disfrutar varias generaciones.  En la foto, mi abuela María Luisa, mi hijo Marcos y yo. 

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