Caminaba por
aquella ciudad de plástico y neón como si estuviera flotando en una pesadilla.
Acababa de saber lo ocurrido. Aún no daba crédito. En una especie de
inconsciencia se movía. Sin rumbo. Sabía que en este lugar ya no le quedaba nada
más por hacer. Solo salió a pasear como una autómata.
Mientras
andaba, perdida y ausente, las lágrimas fluían de sus ojos a borbotones. Sentía
deseos de gritar, aunque no era capaz de hacerlo. El grito no salía de su
garganta porque un nudo le atenazaba. Nadie la miraba porque en las ciudades
populosas e impersonales, nadie mira a los otros. La gente suele observar los escaparates,
o los luminosos, pero no a las personas. Ella, perdida y sin rumbo, caminaba.
Sentía que el mundo y su vida le caían encima, de golpe y a saco, para terminar
derribándola.
Era una tontería
seguir allí sin nada que esperar. Nunca había dejado de sentirse extranjera en
tierra ajena, fuera de los paisajes familiares que conservaba en su retina.
Todos sus intentos de arraigo nunca fueron muy efectivos, más que por causas externas, por ella misma. Acostumbrada a ganarse la vida desde su niñez, vivió
desde entonces como una adulta. Hizo de mayor y responsable cuando era
necesario que otras personas le quitaran esa carga, que le allanaran el camino
y la cuidaran, permitiéndole ejercer su derecho a ser niña. Se sentía
internamente desarraigada de sí misma, de su propio cuerpo, de los afectos, de
aquel lugar.
Nunca se
sintió cuidada por alguien desde que falleciera su madre. A partir de ahí le había
tocado defenderse del tirano que era su padre. Contando los días desde
que tuvo uso de razón, para ser legalmente mayor de edad y salir corriendo de
entre sus garras. En ese momento se despidió con rabia, le dijo que jamás iba a
perdonarle. Nunca iba a olvidar lo ocurrido, nunca jamás. Y tampoco pensaba
volver. Entonces se fue. Sin mirar atrás, sin pena, sin la sensación de dejar
un hogar, puesto que no sabía lo que era un hogar, nunca lo había sabido.
Mientras se movía
anónimamente entre la multitud, pensaba en la sensación de vacío que iba
calando dentro. El sentimiento de no tener a donde ir lo ocupaba todo. Ni
siquiera un rincón propio en aquel destello fosforescente de neón. Ni un metro
cuadrado suyo. No tenía donde caerse muerta.
Ahora, tras lo
ocurrido, se daba cuenta de que todo podía tornarse aún más negro de lo que
pensaba. Tiró de su buena suerte mientras pudo. Pero precisamente hoy su
habitual buena estrella le daba la espalda. Por eso andaba sin rumbo. Con el
sentimiento de pérdida y de no tener a donde ir.
Llevaba en el bolso sus papeles. Era una extranjera "con papeles". De bien poco le servían en
este momento. Junto con los documentos que le daban derecho de permanencia en
aquella hostilidad luminosa con forma de ciudad, de habitáculo humano, estaban
los otros legajos, los que había tenido que firmar esa misma mañana. A pesar
de haberlos firmado, no se lo terminaba de creer del todo. Esos odiados papeles
que firmó aquella misma mañana, les servían a algunas personas de la ciudad para
dormir más tranquilas. A ella para no dormir en absoluto.
Había tenido que
dejar en depósito incierto su más preciado tesoro: su hijo. Pensaba en él y le
dolía. Era difícil de explicar a un niño de tres años que no tenía casa, ni
comida, ni trabajo, ni familia, y que por tanto no era apta para ocuparse de
él. De poco sirvió que le explicara a la señora de detrás del escritorio que él la necesitaba, que la dejara acompañarle, que nunca habían dormido separados,
que la leche tenía que estar tibia, y que después de la ducha le gustaba que le
masajeara la espalda con crema, que tenía miedo a la oscuridad, y que había que
llevarlo al baño justo antes de dormir, porque quizá podía hacer pis en
la cama y que por favor, no dejaran de darle a Pancho, su osito de peluche. El
niño acariciaba la barriga de Pancho mientras se iba quedando dormido. Pero,
esos lujos de atenciones, eran para la
gente capaz de llevar una vida resuelta.
Un golpe de mala
suerte, perder el trabajo y un desahucio, era algo que no estaba previsto. La
señora que estaba detrás del escritorio dijo que era lo mejor y la única
solución. Juntos no. No podían estar juntos. Uno en cada sitio, eso sí. Ella en
una residencia de personas adultas, su hijo en un albergue de niños. Esa era la
solución. Claro que no era la mejor solución, claro que no. Pero era la única
salida posible. Seguro que el niño estaría bien. Sin duda estaría bien, dijo la
señora fríamente. Ella debía limitarse a firmar los papeles. Dejarle en
manos seguras que le darían comida y cama. No tenía por qué llorar, ahora no
era el momento de llorar. Eso no solucionaba nada. Sin duda -insistía casi
molesta- estaría en buenas manos, ya se lo había dicho. Eran personas
cualificadas. Muchos otros niños permanecían en esas manos sin ningún problema.
Cuando fuera capaz de solucionar su vida podría recuperarle. Claro, que en la
calle no podían estar, no era apropiado. No, en absoluto removerían conciencias
estando en la calle -dijo la señora en un alarde de complicidad-
En realidad, la
conciencia de la gente estaba inmunizada contra el dolor ajeno. Cuanto más
resuelta tenían su vida los habitantes del neón -pensó ella en ese instante-
más fingían ignorar que había gente pobre, sin lo mínimo y sin un sitio donde
malvivir, o niños separados de una madre amorosa como ella que conocía todas
sus miradas, sus gustos, sus deseos. La pobreza era sistemáticamente ignorada
por las personas de vida organizada, que no tenían ningún interés en conocer
estas historias, similares a la suya.
Bastante tenían ellos con sus propias dificultades. Todo el mundo tenía problemas en la ciudad. Llegar a fin de mes tampoco
era fácil para la gente de vida organizada. Pensar en las causas de la pobreza,
eso era un esfuerzo innecesario, cada uno se buscaba la vida como podía. Ya era
bastante solidaridad apadrinar a un niño del Tercer Mundo. Con eso, sus
conciencias quedaban impolutas. El resto de su dinero, ganado con el sudor de
sus frentes, lo gastaban donde querían gastarlo, como si lo tiraban a la
basura. En realidad, para eso, para resolver la pobreza, estaban los políticos
y todas esas ONGs. Las personas de vidas ordenadas no querían saber nada de
quebraderos de cabeza. El estrés de la semana o pagar la hipoteca eran ya
bastante agobio, como para buscarse problemas extras.
La gente del neón
se iba a dormir tranquila aquella noche, y si es que no podían dormir, tomarían
un somnífero. Ella no pensaba pegar un ojo. Ni pensar en dormir. No ya por la
falta de sitio, sino por su angustia existencial, por la sensación de pérdida,
por la pena. Ni pensar remotamente en dormir.
Algunos
habitantes de la ciudad organizaban cenas benéficas para recaudar fondos
para la personas como ella y como su niño, que gracias a la responsabilidad de la
gente estable que gobernaba altruistamente, podían dormir bajo techo y comer
caliente. Tendría que dar las gracias a los políticos desinteresados y a los
organizadores de cenas por poder comer caliente y dormir bajo techo, en lugar
de quejarse y llorar por separarse del niño. Esa queja y ese llanto no tenían
sentido.
Haberse quedado
en su país -le dijo una vez el casero antes de desahuciarla- Todos los
extranjeros creen que esto es Jauja, y a vivir del cuento, a aprovecharse de
los beneficios que permitían el pago religioso de impuestos de los ciudadanos
de bien. A picar piedra los pondría él. Mucho cuento, y a la hora de trabajar,
nada de nada -decía el casero indignado- al mismo tiempo que expresaba echar en
falta al fallecido Caudillo. Por más que en tiempos del mentado difunto, a él
mismo le había tocado salir fuera, sin conocer el idioma, sin entender nada,
pasando frío y hambre para ahorrar cuatro perras y mandárselas a la familia.
Pero él iba a trabajar como un burro y nadie le regaló nunca nada. No es el
caso esta gente, que vive del cuento. Cualquier día nos echan a todos de aquí
-auguraba pesimista el casero-
Antes ella estaba
en otro grupo. En el grupo de gente con la vida resuelta. No era una vida de
opulencia, ni mucho menos. Pero pagaba el alquiler, el
supermercado, tenía teléfono, y a veces, hasta podía comprarse ropa nueva
en las tiendas de saldo. Eso era mucho más de lo tenía en este momento. Lo
peor de la sociedad de la opulencia -pensaba - es que hay algo más grave que
ser una persona explotada, y es el hecho de no tener ni el derecho a tal
explotación. El problema de trabajar por un mísero sueldo, no era nada,
comparado con el hecho de no tener ni siquiera un trabajo. Ahora lo que le
quedaba era esperar la compasión de la gente que organizaba las cenas. O que la
señora de detrás del escritorio se apiadara de ella.
Nada de eso
iba a solucionar su pesar ni tampoco arroparía al niño aquella noche
cuando llorara sin explicarse qué es lo que pasaba. Esperar, -decían- paciencia, hay que esperar un poco. Pero en su dolor no cabía la paciencia. De
no ser por el niño, habría tomado todos los valium que le recetó el médico -la
magia blanca contra la angustia en forma de valium- . Pero pensaba en él y no
se atrevía a dormir en el ansiado sueño profundo que le indicaría que por fin
se terminó su lucha.
Así que mientras
andaba sin rumbo, pensaba que había llegado al límite. Nada más le quedaba por hacer. Deambular,
hasta que amaneciera, mientras las luces se apagaban y todo parecía tornarse
normal. Reprochándose una y otra vez su pobreza. Como si fuera culpable de su
pobreza. Todos sus abrazos fueron incapaces de conservar al niño, que estaba
ahora totalmente fuera de su control, en otras manos.
Sin salidas, sin
dinero, sin el niño, sin sueño, sin sueños. Miraba como espectadora, mientras leía en los luminosos:
"Vive la moda". "Depilación por láser". "Siempre cerca de ti". "Asegura tu futuro". "Pensando en tu confort". "¿Qué has pensado para estas vacaciones?" "La chispa de la vida".
Fotografía: Kristhóval Tacoronte