4.11.12

ENCANTADOR DE SERPIENTES




El tipo era duro de pelar. Cuando le interesaba una de sus presas corría tras ella al precio que fuera. Nada había más allá que su deseo libidinoso cuando el depredador que llevaba dentro atacaba y le empujaba hacia su adicción más temprana. Desde que tenía uso de razón, todas eran meros cuerpos para catar y luego recordar, aunque a veces las olvidara.

Lo mejor era que le creían, le defendían y hasta se exponían a sus deseos más arbitrarios. Cuando venían a reaccionar ya habían caído entre sus manos, en su red de cazador furtivo.

A la hora de elegir a las víctimas no invertía demasiado esfuerzo, en parte porque prefería hacer apuestas seguras. Caminaba hacía aquellas que ya eran muy maduras,  a las que le sobraban más de veinte kilos, o a las que se habían considerado a sí mismas almas desahuciadas. Y hacia allí apuntaba el arco con la certeza de que daría en el blanco.

Tenía todo un manual de frases hechas y de caídas de ojos de cordero degollado o de lobo libidinoso. Pero siempre premeditaba la caza. Ellas, aunque le veían venir, se dejaban. Tal era el éxtasis que les producía sentirse consideradas y valiosas aunque al menos fuera por el tiempo en que duraba la captura.

Dedicaba tanto tiempo en estas fechorías, que apenas la vida le daba para poco más. El estrés que le atacaba con frecuencia, se debía más que nada a su deseo de fingir un orden en lo que no era más que un eterno safari.

Las prefería sin alma, anónimas, calladas y que no le contaran nada de su vida. Solo necesitaba saber lo justo: si es que estaban casadas -valor en alza entre sus favoritas-, si tenían la autoestima por el suelo, si pasaban por una crisis de pareja o por un mal momento personal. Entonces él las levantaba con halagos. Cuanto más raritas más le interesaban, pues se trataba de ampliar su lista de trofeos. Si luego les daba por vigilarle, eso le crispaba mucho. Solo se lo permitía  a la oficial, su tapadera. Pero si se enfrentaban unas a otras, por algún cabo que le quedara suelto, entonces él tenía su propio poder de convicción. Nunca fue más real la frase de “Si le dejan hablar, seguro que no va preso”. Y volvían calladitas al redil prefiriendo creerse sus mentiras

Con la mayor impunidad actuaba en las sombras, camuflado, con nocturnidad y alevosía. Que una de ellas le diera el carpetazo le venía a tocar los huevos, pero le daba igual. Había muchas, cientos de esas esperando a que les diera sus falsos abrazos, a escuchar sus falsos te quiero, a sentirse sus falsas únicas mujeres.

Y además añadía que era una celosa despechada a la que jamás había hecho promesas de amor. Él era libre como el viento -decía-, aunque lo cierto es que permanecía eternamente en aquella prisión de conseguir carne nueva y distinta cada día. Si era posible, no repetía más de dos veces el mismo plato.

Excepcionalmente, si aceptaban sus deseos más extravagantes y se prestaban a jugar el rol de madres en el sexo o no les importaba hacer un trío… entonces el tipo volvía a la carga de los halagos y mimos.

Un día se encontró con la horma de su zapato. Tenía que ser así para que se hiciera justicia. No solo por sus víctimas, también por todos ellos. Por todos los hombres del mundo que no consideran a las mujeres simples objetos de usar y descartar.

Fríamente cavó su fosa y, poco a poco, le empujó dentro. Para ello solo necesitó un señuelo en forma de víctima incauta y desesperada. Juntó las pruebas, destapó la olla, le rompió los dientes de forma simbólica y a él no le quedó otra que buscar otro territorio donde irse a  cazar, con los dientes rotos y el enorme falo que se negaba a obedecerle tras la última incursión en la trampa. 



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