13.7.12

EL NIÑO DE LAS BOTAS DE GOMA





Mi querido amigo y colega Manolo Henríquez, en Molacillos, su pueblo.



El niño no está mirando a la cámara del improvisado  cronista. Se trata de uno de esos días lluviosos en que todo se convierte en un barrizal. De momento corre libre como el viento de un lado a otro. Como cada día, se calza sus botas de goma que ya casi forman parte de su anatomía. Las botas llenas de barro y su pantaloncito corto con tirantes, abotonados a la altura de la pancita, dejan libre un tramo de piernas y rodillas redonditas, que algo conservan del bebé que era hasta hace nada. Por dentro lleva un jersey de lana y le cae el flequillo liso sobre su frente. Por  la sombra que proyecta su imagen, se puede saber que era ya pasado el mediodía.

 ¿Qué habrá llamado más la atención del cronista: el niño o la rata que lleva cogida por el rabo, o ambos? 

La encontró tirada en el camino, y la levantó a modo de trofeo. Nadie se ocupa de restringir los movimientos del niño, ni lo que recoge, o lo que pueda llevarse a la boca. Era un espacio absolutamente seguro. Más allá de la pobreza de la posguerra y del frío del invierno, él era feliz.

A pesar de ello, su cara denota contrariedad.  Por algo se había enfadado. Ni idea de que se fijaran en él para inmortalizar su imagen. El fotógrafo debió decirle “mira aquí”, y entonces el posó de mala gana, con una mano en el bolsillo y la otra sujetando el bicho muerto. Aquella imagen llegó muchos años más tarde a una galería, y pese a que todo parecía en blanco y negro, destacaban la expresión de su cara iluminada y la boca abierta del animal.

Cuando pude contemplar su imagen -la de ambos- las ratas dejaron de erizarme. Trato de reconocer al adulto que se esconde tras el niño, de intuir cuánto de ese niño aún se vislumbra en el adulto de ahora. Por primera vez quiero conocer cada detalle de su historia. La historia de todos los niños que hay tras la adultez de las personas que deambulamos cada día.

El niño me inspira inocencia y confianza, además de una especie de desamparada fragilidad. Mirarle, me hace querer un poco más a todos los niños que se resisten a crecer, y de alguna forma morir.

No sabe la que le espera, nadie lo sabe a esa edad. Tiene casi tres años, o quizá menos. He arropado y abrazado a mis niños de esa edad, cuando con un abrazo se abarcan del todo. En ese instante, lo único concreto es el momento, el abrazo fugaz que perdurará más allá del tiempo y de los avatares de la vida.

De todos los abrazos que recibió de su madre, el niño de las botas tiró mano cada vez que se sentía triste y solo. En algún momento de nuestras vidas todos necesitamos escaparnos hacia ese estado de seguridad que solo puede percibirse tras el abrazo de una madre.

En realidad él admiraba fascinado el tren a su paso, y lo que más deseaba en este mundo era ser el maquinista de aquel tren. Corría, y se paraba pacientemente cerca del paso a nivel, esperando que pasara con sus vagones y su ruido. El héroe del niño, mucho antes de que alcanzara a conocer al Capitán Trueno, era el maquinista del tren, rodeado de un halo de misterioso poder.

El día en que reparó en aquella enorme rata muerta, convirtiéndola en algo menos repugnante desde el instante en que la tomó en su mano, olvidó por completo espiar la llegada del tren y también ese día, el envidiado maquinista pasó a un segundo plano.

Más tarde, en apenas unos años, muy pocos, se convirtió en “chico grande” que va al colegio. Las botas aumentaron de talla, dejando atrás simbólicamente el barro. Pero el tren siguió formando parte de su vida. La idea de ser maquinista iba ahora tomando forma. Aunque en realidad fueron otras circunstancias, a modo de cronistas ocasionales, las que le marcaron el camino de su vida. Eso fue lo que pasó una y otra vez, que se giró para posar terminó en una foto definitiva.

De esa manera fue un poco todos sus héroes: cuidador de animales, electricista, pintor de edificios, decorador de paredes, malabarista, entrenador de fútbol, bibliotecario, acomodador de cine  y hasta maestro. Todo por un flash, como la foto con la rata.

El niño augura que cuando llegue a casa no podrá llevar la rata consigo, así que se la lleva bajo el árbol y la esconde entre dos piedras. Para su sorpresa, el fotógrafo, conciente de su propia genialidad, apareció por la casa con la foto unas semanas más tarde. La madre gustosa la compró. Cuando él nació, casi no lo cuentan. Por suerte ahora podían hablar de ello. Pero era chiquito y peludo. La comadrona decidió llamar al cura, había que bautizarle con urgencia, no fuera que muriera pagano.  En realidad a ella su niño le parecía hermoso de cualquier manera. Compró aquella foto que después de que dejara de ser novedad, guardó junto con otras en una caja de lata en un cajón de la cómoda. Allí estuvo durante muchos años. Un buen día la prestó para una exposición que recogía la historia del pueblo. De esa forma llegó a la galería, formando parte de un catálogo de instantáneas de otros muchos personajes.

Cuando ya de mayor cogió el tren que definitivamente le llevaría a buscar su destino en la vida, cayó en la cuenta de que éste no terminaba por aparecer. En realidad eran muchas estaciones, una tras otra, las que se iban sucediendo. Mirar por la ventanilla era fascinante y jamás le produciría vértigo. Pero no existía un destino. Su destino desde entonces sería el mundo entero.

1 comentario:

  1. Hola Encarna, estoy en Medellín (Colombia) y buscando imágenes de Molacillos en google, nos encontramos con tu relato que también es nuestro. Nos ha emocionado leerlo y quiero agradecerte el que le hayas puesto palabras tan bonitas a una pequeña historia de un niño con botas que soñaba con ser maquinista. Un beso, Manuel L Hernández Enríquez.

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