20.12.12

MIMETISMO






Comenzó esta veloz carrera, allá en mi cabeza un buen día a eso de las seis de la tarde.

Tras darle vida, el personaje se adueñó de mis pensamientos. La encontraba por todas partes, me la tropezaba en el ascensor, en el anuncio de desodorantes, en el escaparate de lencería y hasta en la sección de menaje del  supermercado.

Tantas horas compartidas  terminaron por convertirla en mi musa. Comencé a observar a través de sus ojos, a medir mis pasos pensando en los suyos. Me impregné de su aroma y a veces de su desconcierto. No he querido dejarla sola, abandonada en el fondo de un cajón. Se merece algo más que una palmadita en la espalda.

Desde que las dos somos una, deambula conmigo, atisba mi horizonte y se plantea mis propias dudas existenciales.

Esta aventura la comenzamos juntas y aún seguiremos en ella. Desafiando temores e inseguridades, compartiendo pensamientos y reflexiones, bromeando acerca de asuntos trascendentales e incluso banalizando sobre temas serios.

Quizá se coló en mi vida sin que casi la percibiera, o posiblemente siempre ha estado ahí, en la voz de todas las mujeres de mi pasado y de mi presente. Incluso estuvo en mi escuela de niñas, sentada en el banquito de madera con tintero, memorizando las consignas de la enciclopedia Alvarez. Viene del pasado y camina hacia el futuro como si dependiera de un fatídico destino, del que le resulta difícil liberarse. Nos hemos cogido de la mano, con la esperanza de caminar hacia adelante sin que vuelvan a sangrar las viejas heridas.

Hay algo ancestral en nuestras vidas que escapa a la razón… la teoría misma bien asimilada sigue escapando a la lógica. Los sentimientos nos han condicionado la vida de generación en generación.

Ella y yo no pretendemos dar respuestas, simplemente planteamos dudas y preguntas. Nos mostramos sin tapujos, al descubierto.

Hacemos una apuesta fuerte por hablar sin censura, dejamos de ser convencionales y adecuadas. Vamos a llamar a las cosas por su nombre y a exhibir nuestros sentimientos y sensaciones, sin sentirnos por ellos vulnerables, ya que nos acompaña la fuerza de la razón.
Dolly es algo más que un personaje: es una manera de ver, sentir, amar, comprender, compartir, sanar heridas, es un grito desgarrado que clama por una vida plena sin dolor, sin mentiras… simplemente es auténtica, aunque su autenticidad parezca irreverente


8.12.12

EL ALMA ERRANTE






Me he tropezado con vos sin querer, sin ni siquiera buscarte. Es más, aún cuando tampoco tenía la certeza de que existías en algún recóndito lugar de este mundo, He abierto mis sentidos a lo inesperado, dispuesta a que el sueño no me venza. Ha llegado el absoluto silencio de la calle. No hay ruidos, ni voces… todo en calma.

 Me refugio tras el parapeto del ordenador, pensando en no salir para nada del presente. Eludiendo los abordajes nocturnos de aquellos que creen que la noche es territorio para los que buscan sexo virtual, fácil y aséptico. Descubrí que los insomnes a veces buscan solo eso: sexo o plática. Yo simplemente estoy, deshilvanando sorpresas, descubriendo el mundo de la no presencia. Pensando en si en algún recóndito lugar de mi memoria queda algo por desentrañar que aún no capto. Sintiendo historias paralelas también extraviadas. Caminado en busca de lo desconocido.

Fue así como tropecé con tu imagen inédita que casi viene a ser la mía. “Tengo un relato para tu foto de perfil”. Eso fue lo primero que pensé. No, en realidad lo primero de todo que pensé fue que vos había robado con nocturnidad y alevosía mi propia imagen. En mi cabeza no entraba que en tu casa estaba una réplica del mortero de mi historia. Cuando tras la sorpresa me calmo para ver, compruebo que es una especie de alma gemela. Pero no es el mismo.

Así fue como te encontré sin buscarte. Las almas de mi mortero tiraron de mí, me hicieron un guiño, me vinieron a pedir que no les olvidara. No quería quedarse para siempre en un  texto a medias perdido en la nada. Me empujaron suavecito hacia tu imagen… un impacto me desveló de golpe. He  dejado abierta la página, dudando si sería lícito, copiar  tu foto. Luego he ido a encaramarme en una silla. He cogido mi preciado mortero entre las manos. Pesa cuatro Kilos, pero no lo recordaba. Le he colocado en el centro de la mesa y entonces he hecho la foto. La he colgado junto a la tuya. Una al ladito de la otra, con el fin de que vos no vayas a pensar que yo estoy loca.

Entonces ha sido cuando he recordado la confrontación entre mi papá con la tía Marcela, en pugna para defender el honor de sus respectivas madres. Cada uno decía ser -y por separado lo eran-  fruto del legítimo matrimonio de mi abuelo.

Y algo parecido me ha ocurrido tras el impacto… comprobar que mi mortero no es el único. Es uno más de una serie. No se ven los desconches en el fondo. Su rotura, dejaría al descubierto que tiene un dolor que sí es exclusivo.

Me giro hacia tus datos de perfil, para constatar  que vives en Buenos Aires. La tierra mítica de la que escuchaba hablar en mi niñez, la devoradora de  gente. Buenos Aires era la meca de mis sueños infantiles, donde debería ir algún día para tropezarme con mis parientes perdidos, y así poder por fin ponerles cara y conocer sus voces.

Hoy he escuchado la tuya, y siento que ya tengo claro como pudo ser la de mi abuelo. Pareces un hombre clamo y cansado. Sereno y triste. Una y otra vez se repiten las similitudes.

Una voz suavecita me pide que no ceda a mi cansancio, que no tire la toalla. Me solicita que escriba la historia que nuestros morteros conocen. La que cuentan y la que aún mantienen en secreto. Los secretos son una pesada carga. Ella necesita que yo lea su pensamiento, y luego quedará tranquila para siempre a través de mi propia tranquilidad.



4.11.12

ENCANTADOR DE SERPIENTES




El tipo era duro de pelar. Cuando le interesaba una de sus presas corría tras ella al precio que fuera. Nada había más allá que su deseo libidinoso cuando el depredador que llevaba dentro atacaba y le empujaba hacia su adicción más temprana. Desde que tenía uso de razón, todas eran meros cuerpos para catar y luego recordar, aunque a veces las olvidara.

Lo mejor era que le creían, le defendían y hasta se exponían a sus deseos más arbitrarios. Cuando venían a reaccionar ya habían caído entre sus manos, en su red de cazador furtivo.

A la hora de elegir a las víctimas no invertía demasiado esfuerzo, en parte porque prefería hacer apuestas seguras. Caminaba hacía aquellas que ya eran muy maduras,  a las que le sobraban más de veinte kilos, o a las que se habían considerado a sí mismas almas desahuciadas. Y hacia allí apuntaba el arco con la certeza de que daría en el blanco.

Tenía todo un manual de frases hechas y de caídas de ojos de cordero degollado o de lobo libidinoso. Pero siempre premeditaba la caza. Ellas, aunque le veían venir, se dejaban. Tal era el éxtasis que les producía sentirse consideradas y valiosas aunque al menos fuera por el tiempo en que duraba la captura.

Dedicaba tanto tiempo en estas fechorías, que apenas la vida le daba para poco más. El estrés que le atacaba con frecuencia, se debía más que nada a su deseo de fingir un orden en lo que no era más que un eterno safari.

Las prefería sin alma, anónimas, calladas y que no le contaran nada de su vida. Solo necesitaba saber lo justo: si es que estaban casadas -valor en alza entre sus favoritas-, si tenían la autoestima por el suelo, si pasaban por una crisis de pareja o por un mal momento personal. Entonces él las levantaba con halagos. Cuanto más raritas más le interesaban, pues se trataba de ampliar su lista de trofeos. Si luego les daba por vigilarle, eso le crispaba mucho. Solo se lo permitía  a la oficial, su tapadera. Pero si se enfrentaban unas a otras, por algún cabo que le quedara suelto, entonces él tenía su propio poder de convicción. Nunca fue más real la frase de “Si le dejan hablar, seguro que no va preso”. Y volvían calladitas al redil prefiriendo creerse sus mentiras

Con la mayor impunidad actuaba en las sombras, camuflado, con nocturnidad y alevosía. Que una de ellas le diera el carpetazo le venía a tocar los huevos, pero le daba igual. Había muchas, cientos de esas esperando a que les diera sus falsos abrazos, a escuchar sus falsos te quiero, a sentirse sus falsas únicas mujeres.

Y además añadía que era una celosa despechada a la que jamás había hecho promesas de amor. Él era libre como el viento -decía-, aunque lo cierto es que permanecía eternamente en aquella prisión de conseguir carne nueva y distinta cada día. Si era posible, no repetía más de dos veces el mismo plato.

Excepcionalmente, si aceptaban sus deseos más extravagantes y se prestaban a jugar el rol de madres en el sexo o no les importaba hacer un trío… entonces el tipo volvía a la carga de los halagos y mimos.

Un día se encontró con la horma de su zapato. Tenía que ser así para que se hiciera justicia. No solo por sus víctimas, también por todos ellos. Por todos los hombres del mundo que no consideran a las mujeres simples objetos de usar y descartar.

Fríamente cavó su fosa y, poco a poco, le empujó dentro. Para ello solo necesitó un señuelo en forma de víctima incauta y desesperada. Juntó las pruebas, destapó la olla, le rompió los dientes de forma simbólica y a él no le quedó otra que buscar otro territorio donde irse a  cazar, con los dientes rotos y el enorme falo que se negaba a obedecerle tras la última incursión en la trampa. 



27.10.12

Zuleima


A medio camino entre el océano y el desierto, mira hacia ambos lados, sintiendo la soledad más absoluta en medio del vacío. Unos perros rebuscan en la basura amontonada y unas cabras comen los hierbajos que encuentran por las calles, mezclándose con los coches en la carretera de un solo carril semi asfaltado.... ella no deja de pensar en lo que ha terminado por convertirse su vida.

Los girasoles raquíticos florecen milagrosamente bordeando la carretera de aquella especie de arrabal, como si de un milagro de la naturaleza se tratara. Sobreviven, desafiando a la sequedad, igual que el minúsculo oasis de diez o doce palmeras que está entre su casa y el mar. Todos parecen querer huir despavoridos del sofocante calor, y unas cabras buscan algo de sombra al socaire de un camión aparcado.


Zuleima está sentada en la entrada de la casa. Ha aflojado la calima que lleva casi una semana sublevando el desierto y moviendo la arena de un lado para otro. En el horizonte divisa varios barcos pesqueros aproximándose a puerto para descargar las capturas que extraen a mansalva del banco sahariano, una mina en forma de animales marinos de gran riqueza. En uno de los centenares de barcos que esquilman la costa africana se gana el sustento Santiago, a quien hoy Zuleima apenas echa de menos, ni siquiera tiene ganas de que vuelva.


Desde que llegara de Senegal, hace ya casi diez años, no ha parado de trabajar. De hecho vino precisamente a eso. Es la mayor de la familia, y se quedó sin padre. Por ello, se le encomendó la tarea de conseguir dinero, el equivalente a cien euros al mes, para que su madre y hermanos puedan sobrevivir allá en su pueblo. No está tan lejos, apenas a cuatro horas por carretera.


Su trabajo en el mercado, vendiendo frutas y verduras que traía un camión dos veces por semana desde su país, daba para cubrir unas mínimas necesidades y poco más. Por las tardes, se ocupaba en la casa de una familia europea de mantener la vivienda limpia, hacer la comida, lavar y planchar la ropa, y atender a los animales.


Al no tener parientes en Mauritania que cuidaran de ella, lo hacía una mujer conocida y de confianza, que habían definido como su “protectora”. Cualquier hombre que deseara tener una relación con Zuleima debería hablar con ella previamente.


Ya habían pasado siete años, desde que en mercado fuera abordada por aquel español. Le dijo que era hermosa, muy hermosa, que deseaba salir con ella e invitarla a cenar. Lógicamente, eso no era posible con una mujer musulmana sin antes hablar con la familia y darle seriedad al compromiso. Así que Santiago pasó por el trámite de aceptar el matrimonio por el rito musulmán, con el visto bueno de su “protectora”. Para aquella ceremonia, no necesitaron papeles, ni acuerdos por escrito. Un “marabú” se encargó de oficiar el acto. Estaba autorizado para ello, así como para curar males de ojo y enfermedades varias.


Entonces ella tenía veinticinco años recién cumplidos -ahora ronda los treinta y dos-. Se enamoró perdidamente de aquel locuaz hombre maduro, hasta el punto de dejar su trabajo doméstico y el del mercado, para irse con él a su casa a servirle, a ser su esposa -al menos eso era lo que ella esperaba-.


Santiago eludió decir que tenía mujer e hijos en España. Olvidó ese pequeño detalle, aunque salía fuera de la casa cuando tenía llamadas de su país, y hasta se ponía un poco nervioso en más de una ocasión. En esos momentos ella evitaba hacerle preguntas, pese no las tenía todas consigo. Pero en su cultura no estaba cuestionar a su marido o interrogarle. Debía tener confianza plena en él y ser obediente, eso se entiende por “respeto”. Al mismo nivel que no mostrar las piernas o el pelo en la calle.


Ahora que lo piensa mejor se pregunta si él alguna vez la quiso, o si, por el contrario, ha sido un simple “desahogo”. Estaba solo, trabajaba duro y viajaba a España dos veces al año: en verano y por Navidad. En ese intervalo de tiempo, ella era su “dolly” africana: una mujer joven, esbelta, hermosa e inteligente que, además del francés y español, habla wolof, hazania y algunos otros dialectos de la zona. Así mismo, es muy limpia, excelente ama de casa, buena cocinera y virgen. Su himen estaba intacto como garantía de que nunca jamás había cohabitado con otro hombre.


Santiago se negó rotundamente a que usara anticonceptivos, así que ella esperaba que, más tarde o más temprano, llegarían los hijos. Pero inexplicablemente, se puso como una fiera desbocada el día en que le anunció que estaba embarazada. Se le desataron las dudas por más que ella estuviera bien controlada, pues se había vasectomizado años atrás, aunque era un secreto bien guardado. Que hubiera un fallo, era posible, pero no contaba con que fuera precisamente a él a quien le tocara.


Zuleima revivía con extremo dolor el momento en el que él se empeñó en que abortara, al precio que fuera, a lo cual ella se negó en rotundo, haciéndole frente por primera vez. Hasta el extremo de que la niña, ese ser que ya latía en su vientre, pasó por un riesgo verdadero: recibió patadas y golpes, hasta sangrar. Tanto, que ella temió seriamente por la vida de su bebé.


En este atardecer caluroso, mientras su niña, Sahara, medio adormecida reposa su cabecita en su seno, recuerda aquellos días, en los que estuvo a punto de volver a Senegal con su familia, pero no fue capaz de abandonarle. En buena parte, porque estando embarazada y repudiada por su marido no tendría medios para ganarse la vida y poder alimentar a su niña. Estaba muy conmocionada y aceptó el tácito rechazo, que duró los meses que habrían de transcurrir hasta el nacimiento de Sahara.


Al primer vistazo que pudo echarle, comprobó estupefacto que su niña era blanca, blanquita… casi como si fuera gallega. Sin duda, esa niña era suya, y hasta se le parecía, aunque su madre fuera negra, de una belleza exuberante, con un hermoso cuerpo joven y lleno de vida, pero negra como el betún.


Santiago se calmó con la evidencia de la piel de la niña. Poco a poco se fue acercando a ambas. Incluso hizo un alarde de valentía y la anotó en el consulado español como hija suya. Para entonces ya era público y notorio lo de su familia en Galicia y hasta el hecho de que debía de tener nietos.


Que Sahara no fuera negrita, fue un alivio para todos. En un alarde de desesperación, Zuleima se había llenado de ungüentos y emplastos para conseguir una piel clara. Lo único que ha quedado de todo eso son unas horribles manchas albinas, a modo de lunares que se extienden por toda su dañada epidermis como un mapa tenebroso y que durarán para siempre. Sus manos parecen estar quemadas con ácido.


En la foto de familia Zuelima, vestida a la europea con peluca de melena lacia, maquillada y muy pintada, se podría decir que es una especie de “top model” a dos o tres kilos de distancia de las frágiles muchachas de las pasarelas. El marido a su lado parece orgulloso, sosteniendo a la niña entre sus brazos, con cara de no haber roto jamás un plato. Incluso parece buena gente y un hombre pacífico, nadie se lo imaginaría resolviendo con su mujer sus diferencias a bofetadas.


Su relación, últimamente, se había resumido a monosílabos. Una especie de gruñido que él emitía reclamando sus servicios de amante o criada. Navegaba por quince días o más y pasaba una semana con su familia africana. Durante el tiempo que estaba fuera controlaba los movimientos de Zuleima desde la emisora del barco, con un terminal que había hecho colocar en su casa. Se indignaba si en el momento en el que llamaba no estaba presta para responder y eso lo arreglaba a la vuelta.


Tras estar quince días en altamar, Santiago vuelve que no hay quien lo aguante. Se viste con un “darra”, y cuan largo es, se tira en pelota picada encima de una colchoneta a ver la tele. Le importa poco que la niña ande jugando por la casa, él se tira, y allá que le parece gruñe:


-Zuleima: follar, follar- como si fuera estúpida o hubiera olvidado el idioma en el que se comunican.


Hasta el pasado mes, en que volvió especialmente alterado y le espetó en la cara sin ningún miramiento:


-Búscate un marido para el futuro, yo en cinco años me jubilo y ya no volveré.


Omite decirle que, en los últimos tiempos, frecuenta a una antigua amiga con la que también mantiene relaciones sexuales, a cambio de una parte de la paga que regatea a Zuleima y que se escapa del control contable de su mujer gallega, “la oficial”.


Así que desde entonces, ella se siente poco más que un perro al que dejan tirado sin más… Justo pensaba en ello en esta noche calma en que se siente entre el desierto, el mar y sus miedos. Y solo le da por llorar. No encuentra consuelo a su llanto. Se siente estafada y dolida. Sus esfuerzos por ser la perfecta mujer del europeo parece que no han servido de gran cosa. Esperaba que al menos en esto fuera honesto, que terminarían sus días juntos, con sus más o sus menos. Sabe que él es quien manda, pero confiaba en sus dotes persuasivas para conseguir algunas cosas para ella y la niña.
-¿Y por qué lloras tanto mamita? –le pregunta Sahara al tiempo que la abraza.

-No es nada, mi niña… es que me ha entrado algo de tierra en los ojos. No pasa nada…


-No mamita, no es eso. Tú siempre lloras y yo quiero saber qué te pasa.


Zuleima duda entre decirle a la niña lo que realmente ocurre. No sabe si debe prevenirla del posible futuro que le espera. Pero es tan pequeña, la siente tan frágil, que no se atreve a contarle la parte dolorosa de la verdad acerca de su padre. Él aunque no es moro, no permite que Sahara vaya a la escuela pues entiende que una chica no merece esa inversión. Es celoso a más no poder, lo cual no justifica su amenaza de futuro abandono. Quizá es una manera más de pretender someterla, le dicen sus amigas europeas.


Ella quiere una vida mejor para Sahara. Que estudie, que elija al hombre de su vida y que sea independiente. No desea que viva escondiendo su cuerpo bajo un “malfha” para no resultar provocadora. Ni quiere que se someta cuando al tipo que trae a casa el dinero la trate como si fuera su muñeca hinchable. Tampoco que se avergüence de su cuerpo y que lo esconda, como si ser hermosa fuera un delito.


Así que ha urdido un plan. En eso piensa esta noche, mientras la niña le pregunta por qué llora. Quizá sin haberse dado cuenta, ya no sabe vivir sin Santiago. Le ha querido mucho, y posiblemente aún le quiera. Pero no puede tolerar tanta humillación. No va a seguir escatimando centavos de la compra, para enviar algo a sus hermanos, ni siquiera va a sentir que ha hecho algo mal cuando el tirano la llama por la radio y ella, dormida de cansancio, no le escucha y no responde.


A la mierda Santiago y su prole gallega, y sobre todo, a su mujer gallega que lo pone firme a golpe de teléfono. Maneja su dinero y, de vez en cuando, le dice que si es verdad que vive con una mora, a lo que él, muy ofendido, responde que es mentira, mentira podrida, que se ha matado a pajas desde que tiene que soportar la distancia para mantener a la familia y darles esa vida de confort. A base de agudizar el oído, Zuleima ha aprendido hasta gallego.


Cuando ella vino a Noadhibou era simplemente para trabajar diez o doce horas cada día y así poder mantener a su familia. Y no le tiene miedo al trabajo, para nada. En su plan está previsto abandonar a Santiago, ya que es él quien ha le dicho que se busque un marido. Le dejará, pero no dentro de seis años sino ahora.


Cuando llegue el próximo verano y él viaje a ver su familia, quedará a buen recaudo en Canarias con Sahara, esperando su vuelta. Al menos así ha sido siempre. Pero esta vez, cuando venga a por ellas, no regresará con él. Trabajará en las islas y cuidará de su hija. La enviará a la escuela y será una mujer libre. Ambas lo serán.


Cada noche mira el cielo y se imagina que en alguna de esas estrellas está su padre, bendiciéndola. Le pide ayuda, sabe que lo que le espera no es precisamente un camino de rosas. Todo se puede ir por la borda si sus proyectos fueran desvelados.


Como si tuviera un sexto sentido, hace unos días, al despertar de su siesta, Santiago la miró seriamente y le dijo que tuvo un sueño en el que presintió que ella y su hija le abandonaban. Zuleima lo mira consternada, se pregunta si es que ahora hablan las paredes, porque este plan de salvación es un secreto bien guardado. Lo niega, por supuesto. En su pensamiento empieza a funcionar el cómputo de la cuenta atrás de las veces, contadas veces, que le quedan para estar disponible cuando un tipo como él le diga “follar”.


Sigue sentada, sigue llorando, incluso en un instante escucha la radio y no le hace ni caso. Sahara se ha dormido en su regazo. Ahora sabe que será fuerte, no por sí misma, es por la niña. Esa niña blanquita que siempre le va a recordar a Santiago. La noche cae, densa…. Ella ha decidido no ser jamás su esclava, ni su fulana, ni su muñequita negra.

7.10.12

LOS AMORES DE LA ABUELA




En  1919 tenía quince años. Aunque seguía siendo menuda y chiquita, poseía un encanto especial que atraía las miradas de algunos chicos.

Los contactos y salidas de la juventud de entonces eran en las fiestas del pueblo, las misas dominicales, algunos paseos por la polvorienta plazoleta de laureles, y poco más. Ellas, bajo la atenta mirada de sus vigilantes madres, podían acudir al baile, y bailar con los muchachos  a veces llegados de pueblos vecinos. Más de dos piezas seguidas era signo de que había algún interés especial. Así que dos era el límite. La mayor parte de las ocasiones no se dirigían casi la palabra o bien las chicas apenas levantaban la mirada. Pero si tuvieran algún interés en hablar, había que hacerlo en los escuetos minutos que duraban las dos piezas. Tampoco se podía desairar a un conocido y decirle que no. Todo dentro de un orden, así debía ser, y así lo aprendió ella muy bien.

-Narciso, no sabía bailar, así que cada vez que me sacaba, dábamos un paseo alrededor de la pista de baile. No te imaginas el mal rato que  pasaba, él tan grande y yo tan chica, caminando de ganchillo, hasta que paraba la música.

 -Pero abuela, ¿no podías decirle que no gracias  y ya está?

A mis risas e incredulidad ella decía resignada:
-Ni pensarlo, decirle que no a uno del pueblo. Eso estaba muy mal visto. ¡Oh dios nos libre!, si dabas de qué hablar, caer en boca de la gente, eso era lo peor.

No sabían decir que no nuestras abuelas. Por eso no nos enseñaron a decir que no a nosotras. Aprender a decir que no ha sido difícil y costoso.

En uno de aquellos bailes mi abuela tuvo un flechazo. Un chico guapo y galante le pidió relaciones formales. De otra forma no era posible.

Mi autoritaria bisabuela, se opuso. No sabemos muy bien el por qué. Pudo haber sido porque la consideraba muy niña, o bien porque no conocía a la familia del aspirante, o simplemente –y me inclino a creer esta teoría- porque le fastidiaba que su hija creciera y se fuera lejos de su alcance con cualquier pelagatos.

-Él me escribía cartas, que mi madre no me dejaba leer, me mandaba regalos que nunca llegaban a mis manos. Se puso terco, y cuanto más se negaba mi madre, más empeñados estábamos nosotros. Un día se presentó en mi casa para sentenciar que si no le dejaban hablar conmigo se iría de la isla para siempre. Y así fue. Se marchó a Cuba y jamás volvió.

-¿Y no hiciste nada, abuela?

-¿Y qué podía hacer mi hija? , aguantar y punto. No se podía hacer otra cosa.

Pero mi abuela, sumida en una profunda melancolía, se negó a volver a bailes y a fiestas. Miraba a su madre con cierto reproche, aun aceptando que era su deber de hija acatar sus deseos. Se limitó a cuidar sus rosales. Repetía injertos, hasta sacarles colores imposibles. Se refugió en sus labores. Confeccionaba un ajuar que no pensaba usar. No iba a olvidar a su amado, con el que ni siquiera pudo compartir un beso fugaz fuera de la vigilante mirada inquisidora de mi bisabuela. El chico, obstinado, le escribió desde Cuba instándola a casarse por poderes y a  marcharse con él. Eso era verdaderamente tan impensable para ella, que ni lo llegó a considerar. Opuso una firme resistencia silenciosa  que duró un tiempo, tanto que empezaron a preocuparse seriamente en la familia.

-Tanto se empeñaron, que terminé por buscarme un novio y casarme con él- admite resignada-

Una hija para cuidar  de los padres cuando llegaran a ancianos estaba bien. Pero tampoco querían una solterona en la casa. Cuando se casó, mi abuela había alcanzado ya los veintitrés años, por aquel entonces, era una chica casadera que encontró un buen marido. Ocurrió tras un noviazgo vigilado, con visitas semanales, primero con la puerta de la calle de por medio, hablando a través del postigo. Posteriormente, dentro de la casa, con mi bisabuela al fondo, fingiendo no escuchar de lo que hablaban.

Ella dejó que  sus padres, el destino,  el entorno y sus costumbres programaran su vida. Sumisamente se dejó hacer. Sometida el resto de sus días por un gigantesco enemigo que llevaba dentro: su propio miedo.

Otra vez parece que veo su carita resignada:
-Pusimos una lonja, ¡maldita lonja!, y para sacarla adelante mi marido se fue a Buenos Aires. En mala hora. Después vino la guerra, mi madre se enfermó. No podía dejarla sola. De ninguna manera. Y así fue… cosas de la vida. No te olvides, nací un día trece.

El fatídico destino que ella pensaba que se cernía sobre su cabeza, le permitía encarar resignadamente  su drama, como algo frente a lo que no había nada que hacer.

Un buen día, muy de mañana, cuando aún el sol no había asomado desde su abismo azul, ella se despidió de su marido. Un abultado vientre de siete meses les unía y les separaba a la vez. Apenas duró nueve meses aquel matrimonio. Ella ignoraba que esa sería la última ocasión que alcanzara a verle. Le vio partir, con un rosario de promesas en su boca. Promesas de  las cuales, ella no dudó, ni por un instante. Se aferró a esas promesas como a un clavo ardiendo.

 Nació el niño, y ella no dejó de hablarle de su maravilloso padre. Se hicieron fotos para el padre y esposo ausente. Guardó una copia de cada una de ellas con sus correspondientes dedicatorias. Qué curioso, yo pensaba que nunca las llegó a mandar, pero en realidad eran las réplicas. Vivió pendiente del cartero, de las noticias. De vez en cuando retornaba alguien y le traía nuevas. No le traía todas las nuevas, esa era la verdad. Ella tampoco quería escuchar esa parte de la realidad que venía a hablarle de promesas incumplidas y de abandono tácito sin una explicación. La figura del marido se fue difuminando con los años.

 A menudo he pensado que en realidad mis abuelos nunca tuvieron tiempo para odiarse. Solo guardaban de su vida en común buenos recuerdos. O quizá ella en el fondo de su alma siempre supo, que a pesar de la distancia, de los años, y de su juventud perdida, él pensó en ella hasta el último instante.

-Abuela… ¿Y nunca volviste a enamorarte?

-¿Pensar en otro hombre? ¿Pero tú estás loca? Yo tenía mi marido, era una mujer casada.

Podía refugiarse en el recuerdo del pretendiente que despechado se fue a Cuba. Otro gallo le hubiera cantado, pensaba ella.

- Pero tú no habrías nacido nunca,- me dice con sus sabias palabras-

Cuando, por fin, supo un día -cuarenta años más tarde de aquella despedida de su marido- que el hasta entonces y para siempre,  único hombre de su vida, había muerto, ella se vistió de riguroso luto.  Encargó una misa de difuntos y se puso la mantilla negra para pisar la iglesia. Por fin ahora era una viuda.






6.9.12

AMIGA DEL ALMA



Su partida de defunción asegura que falleció de  un cáncer de mama que, tras un proceso de evolución, degeneró en metástasis. Yo sé que realmente murió de tristeza. Aunque en absoluto era una persona triste.

No he podido llorar su muerte con ganas. Lo he hecho a hurtadillas. Para que mi hijo no me vea. Así, fingimos él y yo que ella no se ha ido. Aunque ambos sabemos que jamás volverá. La queremos tanto a Conchi que nos resistimos a enterrarla.

Quiero quedarme con sus últimas palabras, ya a punto de cruzar el umbral a la otra vida, cuando estaba agonizante y yo pensaba tomar un avión: “No hagas un viaje tan largo amiga, creo no merece la pena”-dijo con su voz cansada-

Y así se fue, sin que al menos yo pudiera darle un abrazo. La maldita distancia se llevó la mano y nos ganó la partida. En una nube de morfina, exhausta y derrotada, mientras yo esperaba que de una vez se realizara esa fatídica última llamada que anunciaría que por fin la agonía se terminó.

Cuando pienso en ella me llegan la alegría, las risas, el nulo sentido del ridículo que tenía, sus sabias palabras, sus elocuentes miradas, su integridad como ser humano, su generosidad más absoluta y sus danzas… siempre las danzas presentes en su vida.

Al mirar las fotos de su último viaje a la isla, quiero rescatar algunas muy especiales: cuando iba en la parte trasera de mi coche, sacando los pies por la ventana, porque tenía calor; cuando nos fuimos a coger naranjas a Teror, o  en la cocina de casa, con la corona dorada del roscón de reyes sobre su cabeza, o sentada en un banco en mitad de  la calle Triana, comiendo papas fritas con Fernando, porque estaba cansada de tanto andar.

El día que fui a renovar mi carnet de conducir, ella y  mi hijo recorrieron calles y más calles, hasta encontrar el sitio donde venden los petardos y cohetes, para realizar el sueño del niño. Por la noche se prendieron todos en la azotea de casa y pequeños estampidos de colores, inmortalizaron para siempre esta experiencia imborrable.

Pudo enseñar algo de lo mucho que sabía de las danzas del mundo a los niños de  mi colegio. Fue un día verdaderamente especial, en el que ella no se cansó e incluso le supo a poco. Los niños y niñas de mi cole no la olvidan desde entonces, aún esperan su vuelta. Ese día le prodigaron de forma espontánea dibujos, cartas y poemas, que se  llevó en su maleta como un preciado tesoro.

Nuestra relación de los últimos dos años fue una alegre despedida. Tanto me confié, que creí que era un roble, que jamás se iría.  Aún hoy es el momento en que no me termino de creérmelo.

No la he borrado del correo, ni de mi agenda de teléfonos. Pienso que de alguna manera me resisto a que se vaya. Quizá por eso escribo ahora esta historia. Necesito rememorarla, para hacer justicia a su memoria, es posible que de esta forma logre desapegarme de ella.

Fue siempre una hermana muy especial, aunque no nos unieran lazos de sangre. Clara, directa, cercana, luchadora y gran persona. Amigos y amigas a raudales, esa era su gran fortuna.

No conocimos en unas jornadas, allá en Euskal Herría. Hace de eso muchos, muchos años. Seguimos en contacto, nos hicimos visitas en vacaciones y en verano. Compartimos confidencias, amores y desamores. Muchos desamores rondaban por entonces en nuestras vidas.

Nos fuimos distanciando con el tiempo, aunque siempre, el veintidós de noviembre sonaba el teléfono deseándome un feliz cumpleaños. Si no estaba dejaba un mensaje. En eso no estuve a su altura. Hasta he olvidado la fecha de su cumple, aunque sé que coincide con la del escritor chileno Jorge Muzam, por una felicitación que se le hizo desde una red social. Entonces yo dije lo de mi amiga Conchi, y alguien amablemente me apuntó que llamarse así sonaba muy mal en Sudamérica.

De vez en cuando me enviaba una carta, con una letra impecable y adornada con pegatinas de flores y mariposas. Yo prefería hacerle una llamada, pero ella esperaba respuesta escrita sus cartas, que eran muy elocuentes, y aún las conservo. 


Siempre estaba emprendiendo alguna nueva aventura en su vida, un nuevo curso de danza en algún confín del mundo, o bien trabajaba en una aldea ecológica en Escocia, o hacía el camino de Santiago con una mochila y poco más… su vida era intensa, muy intensa.

A menudo me recomendaba alguna lectura interesante. Incluso me regaló un pequeño libro acerca de cómo escribir de forma creativa. Mi memoria vuelve a jugarme una mala pasada. He olvidado ese título, pero no el contenido, ni los sabios consejos que transmitía la autora. El libro está aún en mi biblioteca, junto con otros muchos.

…………

Haberla conocido y ser su amiga ha sido un privilegio para mí. Fernando se enamoró de su país y del paisaje, indagando luego en nuestras raíces, encontramos que nuestra bisabuela se apellidaba Arráez y que eran oriundos de Euskadi. A saber si alguna otra vida no hemos sido hermanas o familia.

Guardo sus mensajes del último periodo que vivió en su caravana, con fotos de paisajes hechas desde la ventana o frases cariñosas, en las que me decía que había cocinado lentejas y se había acordado de mí… o un escueto “te quiero amiga”.

En aquella caravana, en la que quedaban pocas cosas, pues se había deshecho de casi todo porque no lo necesitaba, según ella, conservaba un panel con fotos de personas especiales en su vida. Pude distinguir una de nosotras dos, al menos veinte años atrás o quizá más. Jóvenes y guapas, alegres y llenas de vida, en el puente de los patos de un parque de Donosti. Repetimos esa foto en ese preciso lugar y éramos las mismas, solo que con veinte años más. Fernando nos hizo esa segunda foto. Estábamos a seis grados bajo cero. Fue un día inolvidable.

Hoy lo quiero gritar a los cuatro vientos “TE QUIERO AMIGA, ALLÁ DÓNDE ESTÉS”. Por cierto… ya he recordado el título de aquel del libro: “El gozo de escribir” de Natalie Golberg. Hasta en esto me apoyaste en la distancia, me indicaste un camino para que dejara fluir lo que llevo dentro, lo que siento, lo que observo. Por tanto, es en tu memoria y en tu honor que escribo este texto ya que a ti va dedicado.





3.9.12

EL LEGADO




Ha recorrido el tiempo, de vientre a vientre, se ha traspasado en los genes y ha llegado hasta nosotras, para ser quienes somos… también todos sus miedos, y sus silencios. Hemos sido mujeres de carne y hueso, pero fuertes. Si tenemos que tirar con nuestros hijos, lo hacemos, lo hemos hecho. Libramos nuestra batalla con el miedo. No ha sido fácil. Hemos luchado con nuestro enemigo interno, con el de ellas, con el temor acumulado tras muchas generaciones de mujeres valientes y audaces. Mujeres solas, que no querían estarlo. Carentes de caricias y ávidas del disfrute de sus cuerpos. Pensamos que la vida se vive una vez y que solo a nosotras nos pertenece. La hemos defendido, para no terminar como el mortero: roto, desfondado y decorando una cocina como el mejor fin que podría tener.

Pero somos hijas de nuestros ancestros. Una tremenda soledad nos invade y nos debilita, a veces, en forma de miedo. Mirando para afuera, no hacia adentro, se nos va la vida en amores imposibles, eligiendo terrenos resbaladizos en nuestras relaciones. Amando demasiado, como forma de sentir que somos necesitadas. Buscando hombres que nos digan cuanto valemos como si nuestra opinión no contara. Relacionándonos a menudo de forma enfermiza y destructiva. Nada ha sido fácil.

Lo que si hemos hecho es decidir no continuar a la espera. Con tremendo esfuerzo hemos tomado la iniciativa, arrastrando a veces con la duda, creyendo que no era nuestro derecho, pensando que quizá nos estábamos equivocando… pero por fin  lo hicimos, y al hacernos cargo de nosotras, hemos renunciado a ser víctimas. Aprendimos a disponer de lo nuestro, a romper ataduras y a abandonar la culpa...



28.8.12

¿Dónde están los calcetines perdidos?




Esta tarde medio tediosa me he puesto a mirar televisión y a emparejar calcetines. Así tengo la impresión de no perder el tiempo del todo, en una actitud de pasividad ante el aparato. 


En una bolsa grande color amarillo, he ido guardando todos los calcetines desparejos, hasta que un día como hoy, hago un alto en lo que vengo considerando prioritario, vacío la bolsa y pacientemente busco cuales son los que van juntos. 

Puede ocurrir que después de varias semanas uno de ellos encuentre a su compañero perdido, pero no es lo normal. Lo habitual es que el se queda solo más de tres días, siga solito el resto de su vida.


Me resisto a tirarlos a la basura. Especialmente me ocurre esto con aquellos que son muy nuevos o muy bonitos. Siempre pienso que igual en algún momento aparecerá el que falta... más la experiencia me dice que mejor me deshaga de ellos pues desde el limbo de los calcetines perdidos, ninguno vuelve.


En la bolsa hay diferentes tallas y colores, calcetines finos, gruesos, de niño, de deporte, acrílicos, de algodón... Cada uno con su historia -a veces efímera-. Alguno perteneció a un pie que ya no es el mismo, pues ha aumentado varios números. 


Incluso hay algún calcetín desparejo que me he resistido a tirar de forma inexplicable a sabiendas de que su dueño nunca lo echará de menos, no solo porque ni siquiera es consciente de haberlo perdido, sino además, porque hace tiempo que vive lejos del domicilio de la bolsa amarilla, es decir, de mi casa. -¿Hasta dónde el inconsciente me estará jugando una mala pasada?


Alguno de ellos encontró una salida airosa a su vida sin sentido dentro de la bolsa. Fue a parar a la clase de manualidades mi niño pequeño, que hizo de él una cabeza de caballo, rellenándole de papel de periódico y decorándolo con  unos improvisados ojos, orejas y boca. Lo cierto es que se olvidó de ponerle nariz. Con unas bridas de cuerda y el palo de una fregona ya inservible, se convirtió en el caballo de un jinete de cuatro años, con una especie de calva a la altura de sus orejas, que venía a ser el talón -no el de Aquiles, ni el bancario, sino el del calcetín rescatado-


Cuando en la última mudanza fueron a parar a la basura todas las cosas inservibles que voy acumulando, estuve a punto de deshacerme de la bolsa, pero... en el último momento le salvé la vida. No en vano a todos los calcetines que allí levitan, mientras la bolsa se traslada de un lado a otro, son en parte míos. Yo misma les descubrí y les elegí en la tienda. Les busqué unos pies, les rescaté del fondo de la cesta de la ropa sucia, y luego les acomodé en sus cajones. 


Después han ido desapareciendo, como quien no quiere la cosa, sin que aún haya una sola respuesta convincente que satisfaga mi curiosidad para saber de su destino, de la aventura o desventura vivida en solitario, que inevitablemente ha terminado condenando a su compañero de fatigas a vegetar por el resto de sus días en el fondo de la bolsa amarilla, de la cual sale solo de tarde en tarde  para comprobar de nuevo que su soledad no se resuelve con la compañía de otros, tan desolados como él. Su alma gemela, que solo Dios sabe donde andará, es la única que podría sacarle de esta inutilidad cansina para el resto de sus días.


De vez en cuando aparece algún desparejado igual pero recién comprado, nuevecito. Lo cierto es que me resisto a juntarles pues la diferencia entre ellos es tan evidente, que se percibe simplemente al tacto y de ninguna manera son de la misma pareja, pese a su similitud aparente.










26.8.12

EN EL SUPER





Cuando acertó a mirarse, por primera vez en todo el día, estaba aferrada con sus dos manos al carrito de la compra, como si  le fuera la vida en ello.

Hacía la cola de la caja con el carro lleno hasta rebosar. El espejo de la vitrina la colocó por un instante frente a sí misma. Se miró, no sin sorpresa. ¿Era ella, con aquella pinta?. Aceptó a reconocerse de muy mala gana. Ni  varias  semanas a dieta estricta le iban a devolver su silueta esbelta, ni siquiera unas horas al sol y el mejor maquillaje, disimularían las manchas que se iban instalando en su rostro. Unas profundas ojeras le recordaban su falta de sueño. Desde que se había planteado dormir sin somníferos, la noche era una eternidad plagada de pesadillas. Así que casi había decidido desistir de tal proeza. Un valium antes de irse a la cama le garantizaba unas cuantas horas de ausencia pero, aún así, eran insuficientes.

Llegó al supermercado en una loca carrera.  Había olvidado la lista como siempre. Pero todo estaba en su cabeza. Recorrió los pasillos, no sin indignarse porque le habían cambiado un par de artículos de su ubicación habitual. Ese cambio sorpresivo e inesperado le iba a llevar unos preciados minutos de búsqueda,  con los cuales no había contado.

Llenó el carrito repasando minuciosamente los estantes. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año, hacía lo mismo. Sus idas al supermercado eran un karma. Ni manera de deshacerse de esa tarea sin sentirse culpable. El mundo podía hundirse, que ella solo se sentía tranquila cuando lograba dejarles llena la nevera. Su rol de abastecedora de alimentos no era como para sentirse realizada, pero la tranquilizaba. Atiborraba la nevera y entonces se sentía aligerada de tanta responsabilidad.

Es por eso que había ido relegando la peluquería, las lecturas interesantes y los paseos con las amigas. Incluso había dejado de comprarse un  par de zapatos que le encantaban. De haberse comprado aquellos maravillosos zapatos, su carro estaría ahora menos repleto.

Todo podía esperar, excepto su responsabilidad proveedora, que parecía no tener fin. Era como intentar llenar de agua una vasija con múltiples agujeros. Una tarea infructuosa. Cargar la compra hasta el coche, arrastrarla hasta el ascensor, colocarlo todo en su lugar correspondiente.... la frenética carrera por los pasillos del super, a la caza y captura de las marcas, fechas de caducidad y precios, no eran nada comparado con la tarea de colocar todo en su sitio.

Ahora estaba en la fila y se miraba desgreñada y decadente. El inevitable paso de los años entre carrito y carrito, le hacía frente ahora,  cuando no había remedio. Después de convertirse en una experta de las ofertas, de las compras en tiempo record y de las frutas y verduras de temporada, no había grandes sorpresas en esta vida alimenticia. Si acaso, una nueva línea de yogures o quizá algún congelado muy socorrido para casos de emergencia. El resto era más de lo mismo. Todo envasado al vacío, hasta el arroz cocinado en su correspondiente frasquito.

-“¡Uuuufff!” - Un golpe de calor le asaltó sin previo aviso. Por lógica, estaba pensando en la menopausia. Con sus años era casi lo esperado. No llevaba abanico ni pensaba llevarlo jamás, así fuera que la sensación de calor la derritiera. Eso de ventilarse en público era de verdad deprimente, no ya por su paso a la reserva, ni siquiera por el fin de su capacidad reproductora. Era algo más que eso. El pasillo de los tampones y compresas iba a dejar de interesarle para siempre. Pero lo del abanico, eso sí que no. Nunca jamás pensaba ir pregonando a los cuatro vientos que se había vuelto vieja, que andaba en retroceso biológico, pese a lo de su desaliño y todo eso. Una cosa es que se descuidara un poco y otra rendirse, sin más, a  aceptar que entraba en otro grupo. Era lo único que le faltaba. De ahora en adelante, sus necesidades consumistas iban hacia la leche de soja, las cápsulas de aceite de onagra, y todo un listado de productos para atacar los síntomas. Solo para atenuar los síntomas, que nadie iba a devolverle sus hormonas perdidas, sus estrógenos a la deriva, amenazando una y otra vez con un hormigueo sofocante, que al principio tardó en asociar -tal era su capacidad de negación-.

La lista de tareas que le esperaba, una vez lograra salir de aquel atolladero de carritos, era, como siempre, interminable. Tanto, que ni llevaba agenda. Alguna vez le habían  regalado alguna a comienzo del año e intentó seguirla, llena de buenos propósitos, aunque finalmente terminó abandonándolos. Su ocupada vida no tenía cabida en un cuaderno. Si tuviera que anotarlo todo perdería un tiempo precioso. No existía la  agenda capaz de recoger todo lo que formaba su vida tan estresante, aunque tanto ajetreo se resumía en nada en concreto. Todo el día de acá para allá, para que al final de la jornada tener la sensación de  no haber hecho algo realmente útil.

Intentaba encontrar unos minutos para su afición artística. Pero eso era todavía más difícil que lo de la peluquería. Desde que una vez fuera a un cursillo de manualidades,  se había vuelto una forofa de las figuritas de miga de pan. Elaboraba la pasta que luego moldeaba dándole forma. Primero hizo flores, centros de mesa, mariposas... chorradas. Llenó toda la casa de aquellas figuras, que parecían sacadas de algún catálogo de todo a cien. Luego se atrevió con más, y empezó a hacer pendientes, colgantes, broches... que todas sus amigas elogiaban. Fue entonces cuando acarició la idea de hacer esculturas. Se encerraba con su masa y salían unas extrañas formas armoniosas de las que ella misma desconocía su significado. Las terminaba y esmaltaba con extremo cuidado. Luego no se atrevía a mostrarlas, aunque sus extrañas representaciones tenían identidad propia. Reflejaban su ánimo. No tenía tiempo para dedicarse de lleno a ellas, pero siempre andaba planeando algo. En sus fantasías más osadas pensaba poder exponerlas algún día, hecho que iba posponiendo cada vez más en el tiempo.

Así las cosas, se volvía a mirar en el espejo, ahora que avanzaba la cola y, por fin, estaba cerca de la caja. Todo era tan frío e impersonal que nadie la reconocía en aquel sitio, pese a  que lo visitaba varias veces por semana. Para colmo de males, casi ni se reconocía ella misma. En estos momentos se volvía reflexiva. De aquella chica rebelde que quería comerse el mundo, quedaba poco. Había terminado por convertirse en una caricatura  de lo que había soñado. Empeñada, a pesar de todo, en no aceptar que su suerte estaba echada. Tanto, que no era dueña y señora de su tiempo ni de sus energías. Todo se le iba en ocuparse de ellos -sus hijos- y correr a toda velocidad al tiempo que no dejaba de sentirse culpable. Como no quería una culpa más añadida en su lista, se encargaba  del asunto de la despensa de manera intachable.

En la estantería de la caja, donde solían colocar las ofertas, estaban apiladas varias botellas de lambrusco. Con el vaivén de la cinta transportadora una de esas botellas cayó al suelo, llenándolo todo de un rosado espumoso. La cajera, hasta ahora impasible, cogió el micro para llamar a la señorita Yasmina. Así fue como entonces ella supo que “acuda al terminal diez”, quería decir que haga el favor de venir a la caja. La jerga de la megafonía del super, era algo que nunca antes se había preocupado en descifrar.

La señorita Yasmina la mira y ella no sabe cómo explicarle que no hizo nada para que el lambrusco fuera a estrellarse contra el piso, pero la chica ni le escuchaba. Mejor se hubiera ahorrado las excusas, ya que ella tira un chorro de lejía sobre la mancha y friega sin más. No se da cuenta  de que acaba de estropearle sus vaqueros nuevos. Ni le importa, ni se excusa. Sus flamantes vaqueros, salpicados ahora de lejía, se suman al resto de decrepitudes que venían a reflejarse en el espejo contiguo a la caja...

El acto mecánico de poner la compra en la cinta, de forma rauda, como si alguien estuviera detrás azuzándola, lo hace colocando los productos iguales apilados, al tiempo que llena las bolsas teniendo en cuenta que los congelados vayan juntos y que lo pesado se coloque debajo, aunque luego, en el portabultos del coche, si no tiene cuidado, lo pesado quedará arriba, ya que será lo último que saldrá del carrito. Por eso ha diseñado su propia estrategia para transportar las bolsas en un orden horizontal. Carga el carro y lo empuja hacia el montacargas, indignándose de nuevo por las ruedas bamboleantes que hacen que se desplace sin control. Sus bíceps han terminado por fortalecerse de tanto intentar enderezar el carro, que quiere ir en dirección contraria a donde ella le empuja. Si no fuera porque el tiempo siempre apremia haría una reclamación en toda regla. También en el ascensor había un buen espejo donde mirarse, esta vez de frente, puesto que no bajaba nadie más. Decididamente esta misma semana iría a la peluquería.

De cómo fue dejando que el desánimo se apoderara de su cuerpo, era algo que casi ni recordaba. “Total para qué, nadie va a reparar en mí” -se decía resignada- Ese volverse casi invisible le llegó poco a poco. Primero dejó de maquillarse, luego empezó a usar zapatos cómodos y sin tacón,  ropa holgada... Le daba igual que el bolso y los zapatos combinaran, todo daba lo mismo. No había ningún día especial en su vida, por tanto, no tenía que poner un énfasis especial en su atuendo. No dejaba de sentirse aislada en medio de tanto tumulto. Allá donde fuera había gente por doquier, que no reparaba en las otras personas, en una carrera sin tregua. Siempre en una veloz marcha hacia algún lado. Lo de menos era la meta, lo realmente importante era no dejar de correr para batir su propio record.

La tentativa de mudarse de ciudad la tuvo mientras estuvo acomodándose a esta nueva vida. Después de tantos años de matrimonio, ahora vivía sin un hombre cerca. La ruptura se produjo en algún momento años atrás, pero la coexistencia pacífica les llevó a soportarse por un tiempo. Cuando el silencio solo era sustituido por gritos y desplantes decidieron poner fin a aquella farsa, perdiendo así la oportunidad de celebrar las bodas de plata que estaban al caer.

Entonces no había sentido miedo, ni siquiera soledad. Cualquier soledad era nada comparada con su soledad de cerca de alambres que parecía existir en su cama en aquel matrimonio de los últimos años. Su soledad de abrazos vacíos, cuando recurrió a su novio de juventud, posiblemente buscando más que sexo, caricias y afecto. Al menos entonces encontró un motivo para engalanarse mientras iba a su encuentro. Fuera de eso, siguió sintiéndose sola. Absolutamente sola. Hasta que también esta historia languideció, confirmándose así la teoría de que nunca las segundas partes fueron buenas.

No solo no se mudó de ciudad, buscando un lugar bucólico en medio de la naturaleza sino que, además, aprendió a conducir en medio del tráfico, a bregar con las cuentas de la casa, a colocar estantería y reparar grifos. Estas eran tareas añadidas que ella siempre había procurado eludir, porque lo de su jornada de trabajo y sus tareas domésticas siempre habían estado ahí, sin cuestionarlas para nada. Incluido -cómo no- el supermercado.

En medio de la vorágine del tráfico fantaseó con que su vida fuera suya. Ahora no sabía vivir sin los chicos, pero si ellos crecieran de golpe y fueran autónomos, entonces ella sería dueña de su tiempo. Sin compras, sin lavadoras, sin la plancha, sin la culpa... todo el tiempo para ella y sus figuritas de miga de pan, para leer, tomar el sol, mudarse de ciudad, salir de compras, tirar de la  tarjeta alguna vez...

¿Podía imaginarse una vida así? ¿Realmente podía? ... de momento sobrevivía pensando en el sueño casi irrealizable de salir de tanto tumulto, de tanta presión, al tiempo que no dejaba de cumplir su tareas al pie de la letra, con tanto empeño que sus sueños de libertad - su secreto mejor guardado- eran el asidero en el que se sostenía para poder seguir en esto. Igual que hacía con el carrito, una vez lleno, se agarraba a él, por no dejar sus manos vacías a los costados de su cuerpo. No sabría entonces que hacer con ellas.

Se introdujo con el coche en la otra cola, para salir por fin de aquel atolladero. “Inserte su tarjeta”, decía el letrero de la maquinita del parking. Después  de que obedientemente lo hiciera, la barrera se izó, franqueándole el paso. “Qué pasada esto de la tecnología”  -se dijo- parecía que todo funcionaba por arte de magia. Al mismo tiempo, no dejaba de sentir dos ojos enormes vigilándola de cerca en cada instante: cuando aparcaba, cuando circulaba despistada pensando en sus cosas y rebasaba los ochenta kilómetros prescritos,  si no encendía las luces en el túnel o si, por el contrario, las mantenía encendidas al salir de él. “Vigile la presión de sus neumáticos, no hable por el móvil mientras conduce, no entre en el túnel con gafas de sol”.  El tipo que escribía estos eslóganes, nunca tenía la idea de desearle a la gente un buen día o de decirle que esbozara una sonrisa.

  Sentía que vivía en un mundo de normas, por más que se había pasado media vida luchando contra ellas. Al resto de los humanos, las normas no le generaban tanto conflicto. Al menos, parecían acatarlas sin dificultad. Pero ella percibía que llevaba un dedo índice acusador tras su cuello, señalándola implacable,  que le caería encima en forma de multa, en cualquier momento. Odiaba las normas sin sentido. Una vez controlaba todas las normas imprescindibles,  aparecían otras nuevas, por lo que se volvió incluso un poco insegura ante cualquier afirmación rotunda que escuchara en boca de alguien. Vivía en medio de aquella vorágine sintiéndose acosada, vigilada, asustada, limitada...

Una vez en la calle se introdujo en el atasco con mucha resignación. Sabía que los escasos dos kilómetros hasta su casa, se transformarían en casi veinte minutos de tensión. Siempre era igual y hoy no iba a cambiar. Atenta a los semáforos, a los peatones, al carril contiguo... Ponía la radio para escuchar la música de moda y reconocer que tenía un oído pésimo. Nunca recordaba el nombre de la cantante de aquella canción que tanto le gustaba  ¿era Lila Downs? Tenía una voz preciosa que le recordaba a la negra Sosa, emanaba vida y cantaba en femenino.

 Prefería no sintonizar ninguna emisora de noticias porque la ponían fatal. Era una tremenda sensación de impotencia. Se sentía mal y no veía qué poder hacer al respecto, así que decidió no saber nada de la actualidad y todo eso. En esa actitud derrotista constataba su envejecimiento inminente. Antes, pensaba que siempre se podía hacer algo frente a la injusticia ahora, por el contrario, se había vuelto realista, tremendamente realista.

En una época le dio por hacer unas figuritas pacifistas, muy inspiradas en carteles, con un casco militar como maceta con su plantita o una paloma picasiana con la rama de olivo. Las hacía restándole horas al sueño o poniendo como menú cualquier fritango precocinado. Cuando se sentía inspirada nada la apartaba de su creatividad, ni siquiera el niño que insistente la reclamaba, una y otra vez, hasta que por fin conseguía su trocito de masa y se mantenía entretenido por unos minutos. Pero en el fondo de su alma no creía en su propio talento. El desaliento vino a decirle que ya estaba bien de tantas estupideces, que todo el tiempo perdido habría que recuperarlo con creces. Así que no insistió en su obra, que pasó a ser almacenada en unas cajas de cartón envueltas en plástico burbujeante, pasando a mejor vida, hasta que algún día llegara la exposición pendiente, con palabras de elogio por parte de alguien, y modesto agradecimiento por la suya... “¡Delirios de grandeza, locuras de inconsciente desocupada!” -diría su ex irónicamente -.

Lo peor era eso, que empezaba algo y lo dejaba a medias. No  se creía capaz de aportar algo realmente válido, tanto, como para que justificara sus horas de ausencia del supermercado y las tareas propias de su rol materno, que tan a pecho se tomaba para dejar de sentirse culpable de todo. Culpable, culpable, culpable... hiciera lo que hiciera nunca consideraba que fuera suficiente. Hasta había llegado a pensar, más de una vez, qué derecho tenía de traer hijos a este mundo si luego no era capaz de aportarles lo mejor. Con los hijos compartía buenos momentos, pero también les sentía distantes.

En cada instante que tomaba para sí, se sentía como ladrona usurpando algo con nocturnidad y alevosía. Mientras se encargaba de las tareas, pensaba que no tenía tiempo para cuestionar nada, a la vez que justificaba esa apatía solapada que empezaba a minarla. Su cabeza empezaba a saturarse, así que últimamente dejaba sus llaves, las tijeras, el móvil... olvidados en cualquier sitio, luego tenía que hacer el recorrido mental retrospectivo para caer en la cuenta de donde estaban.  
                                           
Pero su espíritu rebelde, más allá de todo convencionalismo, había permanecido intacto con el transcurso de los años. No podía ser que todo hubiera sido en vano -se decía a menudo-. Tantas manifestaciones clandestinas y tanto discurso asambleario no iban a terminar en nada. No podía ser que todos -ellos y ellas- hubieran cambiado la aspiración de un mundo justo por unos cuantos objetos de confort. Algunos por un lujoso apartamento en la playa y otros por los costosos trajes de Armani -eso ya eran palabras mayores-.

 No parecía posible tanta amnesia. Pero sí, lo era. Aunque sus ex compañeros de lucha  pertenecían ahora a alguna organización sindical o política -todo dentro de un orden- donde ventilaban su jerga del pasado que aún permanecía inamovible. Ahora esa palabrería era utilizada para justificar que frente al mundo globalizado había que ofrecer respuestas desde dentro. Engañar al enemigo para que pareciera que transigíamos, pero no, nuestros objetivos -decían- estaban muy claros.

Como todo ese discurso les llevaba una larga vida en pos de un cambio que jamás llegaba, ella concluyó en que habían terminado por creer sus propias mentiras. Así que se alejó de todos, defraudada e inconformista. No  les creía nada. Cada vez que uno de ellos salía en la prensa, con foto a todo color, la única forma posible de venganza que imaginaba era e recordarle joven, sin calva, sin barriga y sin el rolex, alzando la voz en una asamblea como líder mediático de un pasado, del que  ahora renegaba.

“Su vida privada será una mierda”, se decía pensando que al menos en eso ella podría tener alguna ventaja. Pero cuando miraba para adentro no estaba tan segura de ello. Al menos los coches oficiales no pagaban multas, ni impuestos, tampoco necesitaban buscar aparcamiento, ni siquiera tenían que conducirlos. Y eso del supermercado, en realidad ni debieron de sufrirlo, pues pese a tanta demagogia, ellos entonces estaban en la asamblea enalteciendo a las masas, porque “ellas” estaban ocupándose de los niños de ambos y de otras tareas de menor valía.
 Así era, y así seguía siendo, a pesar del tiempo transcurrido. ¡A lo que hemos llegado!... de ridiculizar al caudillo por su permanente inauguración de pantanos, a aparecer ahora ellos en el “Pronto”,  cortando la cinta de una  nueva carretera, o imponiendo la banda a una miss.

La globalización ha venido y nadie sabe como ha sido -pensaba cada vez que le entraba complejo de hormiga en el caos ciudadano al volante de su coche-, pero honestamente no se quería cambiar por nadie. No es que fuera mejor ni peor, solo que no perdía de vista en ningún momento que la vida es efímera, y cada instante irrepetible.

Pensaba, pese a todo, seguir soñando con las figuritas que saldrían de sus manos cuando tuviera tiempo, con el abrazo del niño al irse a la cama cada noche, con sus sueños de diosa que encuentra el amor jamás imaginado, con el hombre especial que la acepta, la quiere sin más y no le importan sus pechos caídos y sus estrías abdominales. Sueña, cada vez que puede, y nadie osa interceptar sus sueños. Baila cuando está sola y nadie puede verla... Tiene dos buenas amigas con las que puede llorar sin pudor, pasea y corre por la playa con el perro, que está tan viejo y gordo que siempre termina quedándose atrás. Se reconoce como ser individual entre tanto bicho viviente y, algunas veces, recibe hermosos ramos de flores que le envía un amigo de adolescencia.

El verde del semáforo le indica que puede seguir adelante. En la curva, la garrafa de suavizante se tambalea en el portabultos. Calcula mentalmente los días que quedan para llegar a fin de mes y cuantas idas al super le faltan, que restarán euros de su cuenta y energías de su cuerpo. Pero le ha dado tiempo para todo, incluso para reaccionar, seguir soñando... eso la mantiene viva, especialmente, cuando cunde el pánico.

Como si de una especie de complicidad se tratara, Sabina en la radio la retorna al pasado con la frente marchita....
Iba cada domingo a tu puesto del rastro a comprarte
Monigotes de miga de pan, caballitos de lata.
Con agüita de un mar andaluz quise yo enamórate
Pero tú no tenías más amor que el río de La Plata.