6.12.13

Ciudad de neón




Caminaba por aquella ciudad de plástico y neón como si estuviera flotando en una pesadilla. Acababa de saber lo ocurrido. Aún no daba crédito. En una especie de inconsciencia se movía. Sin rumbo. Sabía que en este lugar ya no le quedaba nada más por hacer. Solo salió a pasear como una autómata.

Mientras andaba, perdida y ausente, las lágrimas fluían de sus ojos a borbotones. Sentía deseos de gritar, aunque no era capaz de hacerlo. El grito no salía de su garganta porque un nudo le atenazaba. Nadie la miraba porque en las ciudades populosas e impersonales, nadie mira a los otros. La gente suele observar los escaparates, o los luminosos, pero no a las personas. Ella, perdida y sin rumbo, caminaba. Sentía que el mundo y su vida le caían encima, de golpe y a saco, para terminar derribándola.

Era una tontería seguir allí sin nada que esperar. Nunca había dejado de sentirse extranjera en tierra ajena, fuera de los paisajes familiares que conservaba en su retina. Todos sus intentos de arraigo nunca fueron muy efectivos, más que por causas externas, por ella misma. Acostumbrada a ganarse la vida desde su niñez, vivió desde entonces como una adulta. Hizo de mayor y responsable cuando era necesario que otras personas le quitaran esa carga, que le allanaran el camino y la cuidaran, permitiéndole ejercer su derecho a ser niña. Se sentía internamente desarraigada de sí misma, de su propio cuerpo, de los afectos, de aquel lugar.

Nunca se sintió cuidada por alguien desde que falleciera su madre. A partir de ahí le había tocado defenderse del tirano que era  su padre. Contando los días desde que tuvo uso de razón, para ser legalmente mayor de edad y salir corriendo de entre sus garras. En ese momento se despidió con rabia, le dijo que jamás iba a perdonarle. Nunca iba a olvidar lo ocurrido, nunca jamás. Y tampoco pensaba volver. Entonces se fue. Sin mirar atrás, sin pena, sin la sensación de dejar un hogar, puesto que no sabía  lo que era un hogar, nunca lo había sabido.

Mientras se movía anónimamente entre la multitud, pensaba en la sensación de vacío que iba calando dentro. El sentimiento de no tener a donde ir lo ocupaba todo. Ni siquiera un rincón propio en aquel destello fosforescente de neón. Ni un metro cuadrado suyo. No tenía donde caerse muerta.

Ahora, tras lo ocurrido, se daba cuenta de que todo podía tornarse aún más negro de lo que pensaba. Tiró de su buena suerte mientras pudo. Pero precisamente hoy su habitual buena estrella le daba la espalda. Por eso andaba sin rumbo. Con el sentimiento de pérdida y de no tener a donde ir.

Llevaba en el bolso sus papeles. Era una extranjera "con papeles". De bien poco le servían en este momento. Junto con los documentos que le daban derecho de permanencia en aquella hostilidad luminosa con forma de ciudad, de habitáculo humano, estaban los otros legajos, los que había tenido que firmar esa misma mañana. A pesar de haberlos firmado, no se lo terminaba de creer del todo. Esos odiados papeles que firmó aquella misma mañana, les servían a algunas personas de la ciudad para dormir más tranquilas. A ella para no dormir en absoluto.

Había tenido que dejar en depósito incierto su más preciado tesoro: su hijo. Pensaba en él y le dolía. Era difícil de explicar a un niño de tres años que no tenía casa, ni comida, ni trabajo, ni familia, y que por tanto no era apta para ocuparse de él. De poco sirvió que le explicara a la señora de detrás del escritorio que él la necesitaba, que la dejara acompañarle, que nunca habían dormido separados, que la leche tenía que estar tibia, y que después de la ducha le gustaba que le masajeara la espalda con crema, que tenía miedo a la oscuridad, y que había que llevarlo al baño justo  antes de dormir, porque quizá podía hacer pis en la cama y que por favor, no dejaran de darle a Pancho, su osito de peluche. El niño acariciaba la barriga de Pancho mientras se iba quedando dormido. Pero, esos lujos de atenciones, eran  para la gente capaz de llevar una vida resuelta.
Un golpe de mala suerte, perder el trabajo y un desahucio, era algo que no estaba previsto. La señora que estaba detrás del escritorio dijo que era lo mejor y la única solución. Juntos no. No podían estar juntos. Uno en cada sitio, eso sí. Ella en una residencia de personas adultas, su hijo en un albergue de niños. Esa era la solución. Claro que no era la mejor solución, claro que no. Pero era la única salida posible. Seguro que el niño estaría bien. Sin duda estaría bien, dijo la señora fríamente.  Ella debía limitarse a firmar los papeles. Dejarle en manos seguras que le darían comida y cama. No tenía por qué llorar, ahora no era el momento de llorar. Eso no solucionaba nada. Sin duda -insistía casi molesta- estaría en buenas manos, ya se lo había dicho. Eran personas cualificadas. Muchos otros niños permanecían en esas manos sin ningún problema. Cuando fuera capaz de solucionar su vida podría recuperarle. Claro, que en la calle no podían estar, no era apropiado. No, en absoluto removerían conciencias estando en la calle -dijo la señora en un alarde de complicidad- 

En realidad, la conciencia de la gente estaba inmunizada contra el dolor ajeno. Cuanto más resuelta tenían su vida los habitantes del neón -pensó ella en ese instante- más fingían ignorar que había gente pobre, sin lo mínimo y sin un sitio donde malvivir, o niños separados de una madre amorosa como ella que conocía todas sus miradas, sus gustos, sus deseos. La pobreza era sistemáticamente ignorada por las personas de vida organizada, que no tenían ningún interés en conocer estas historias, similares a la suya. 

Bastante tenían ellos con sus propias dificultades. Todo el mundo tenía problemas en la ciudad. Llegar a fin de mes tampoco era fácil para la gente de vida organizada. Pensar en las causas de la pobreza, eso era un esfuerzo innecesario, cada uno se buscaba la vida como podía. Ya era bastante solidaridad apadrinar a un niño del Tercer Mundo. Con eso, sus conciencias quedaban impolutas. El resto de su dinero, ganado con el sudor de sus frentes, lo gastaban donde querían gastarlo, como si lo tiraban a la basura. En realidad, para eso, para resolver la pobreza, estaban los políticos y todas esas ONGs. Las personas de vidas ordenadas no querían saber nada de quebraderos de cabeza. El estrés de la semana o pagar la hipoteca eran ya bastante agobio, como para buscarse problemas extras.

La gente del neón se iba a dormir tranquila aquella noche, y si es que no podían dormir, tomarían un somnífero. Ella no pensaba pegar un ojo. Ni pensar en dormir. No ya por la falta de sitio, sino por su angustia existencial, por la sensación de pérdida, por la pena. Ni pensar remotamente en dormir.

Algunos habitantes de la ciudad organizaban cenas benéficas para recaudar fondos para la personas como ella y como su niño, que gracias a la responsabilidad de la gente estable que gobernaba altruistamente, podían dormir bajo techo y comer caliente. Tendría que dar las gracias a los políticos desinteresados y a los organizadores de cenas por poder comer caliente y dormir bajo techo, en lugar de quejarse y llorar por separarse del niño. Esa queja y ese llanto no tenían sentido. 

Haberse quedado en su país  -le dijo una vez el casero antes de desahuciarla- Todos los extranjeros creen que esto es Jauja, y a vivir del cuento, a aprovecharse de los beneficios que permitían el pago religioso de impuestos de los ciudadanos de bien. A picar piedra los pondría él. Mucho cuento, y a la hora de trabajar, nada de nada -decía el casero indignado- al mismo tiempo que expresaba echar en falta al fallecido Caudillo. Por más que en tiempos del mentado difunto, a él mismo le había tocado salir fuera, sin conocer el idioma, sin entender nada, pasando frío y hambre para ahorrar cuatro perras y mandárselas a la familia. Pero él iba a trabajar como un burro y nadie le regaló nunca nada. No es el caso esta gente, que vive del cuento. Cualquier día nos echan a todos de aquí -auguraba pesimista el casero-

Antes ella estaba en otro grupo. En el grupo de gente con la vida resuelta. No era una vida de opulencia, ni mucho menos. Pero pagaba el alquiler,  el supermercado,  tenía teléfono, y a veces, hasta podía comprarse ropa nueva en las tiendas de saldo. Eso era mucho más de lo tenía en este momento. Lo peor de la sociedad de la opulencia -pensaba - es que hay algo más grave que ser una persona  explotada, y es el hecho de no tener ni el derecho a tal explotación. El problema de trabajar por un mísero sueldo, no era nada, comparado con el hecho de no tener ni siquiera un trabajo. Ahora lo que le quedaba era esperar la compasión de la gente que organizaba las cenas. O que la señora de detrás del escritorio se apiadara de ella.


 Nada de eso iba a solucionar su pesar ni tampoco arroparía al niño aquella noche cuando llorara sin explicarse qué es lo que pasaba. Esperar, -decían- paciencia, hay que esperar un poco. Pero en su dolor no cabía la paciencia. De no ser por el niño, habría tomado todos los valium que le recetó el médico -la magia blanca contra la angustia en forma de valium- . Pero pensaba en él y no se atrevía a dormir en el ansiado sueño profundo que le indicaría que por fin se terminó su lucha.

Así que mientras andaba sin rumbo, pensaba que había llegado al límite. Nada más le quedaba por hacer. Deambular, hasta que amaneciera, mientras las luces se apagaban y todo parecía tornarse normal. Reprochándose una y otra vez su pobreza. Como si fuera culpable de su pobreza. Todos sus abrazos fueron incapaces de conservar al niño, que estaba ahora totalmente fuera de su control, en otras manos.

Sin salidas, sin dinero, sin el niño, sin sueño, sin sueños. Miraba como espectadora, mientras leía en los luminosos:

"Vive la moda". "Depilación por láser". "Siempre cerca de ti". "Asegura tu futuro". "Pensando en tu confort". "¿Qué has pensado para estas vacaciones?" "La chispa de la vida".



Fotografía: Kristhóval Tacoronte




26.10.13

VERDE QUE TE QUIERO VERDE




La marea humana caminaba desde distintos lugares de la isla para confluir en un punto de encuentro. El verde era el color convenido, y nunca antes  se juntaron tantas tonalidades del mismo. Algunos se confundían casi con algún azul turquesa y otros se acercaban al verde limón. La carta de colores  alegraba las calles aquella tarde.

Los ánimos estaban un poco exaltados ya en el camino. Quizá expresando un descontento general, una señora recatada se lió a gritos con el conductor de la guagua que tuvo que desviar su ruta por la hora cercana de la manifestación. Su demanda era que en la parada obligada para respetar el rojo del semáforo, el buen señor abriera la puerta, cosa que él no tenía intención de hacer por ser ésta una infracción importante.

-Chofer ¡Abra la puerta que nos quedamos aquí! ¡Abra, por favor, que vamos a la mani! Insistía una y otra vez ante los oídos sordos del chofer de la guagua atestada de pasajeros con camisetas verdosas. Finalmente, haciendo  un recorrido diferente,  terminó parando en un lugar muy próximo al punto de partida de la marcha.

Allí, en El Obelisco, el verde se volvió casi deslumbrante. La creatividad de los concurrentes, se expresaba en forma de pancartas ingeniosas. “Franco ha Werto” era  una frase recurrente.

Los manifestantes se agrupaban por banderas y colores bajo las siglas de sus respectivos sindicatos o grupos afines. Juntos pero no “rewuertos”, cada uno con sus matices, no se fueran a confundir tendencias fundamentales.

Fue el momento de poder encontrarse con todo perro y gato conocido, para comprobar que nuestros centros de interés vitales parece que han cambiado. Más de diez o doce personas me hablaron de la jubilación inminente o efectiva. No me podía entrar en la cabeza que aquellos compañeros de promoción, tan jovencitos todos, están a las puertas de jubilarse. Y me preguntaban  por la mía propia, como el justo premio a tantos años de dedicación intensa.

-¿Pero cómo me voy a jubilar si “aún” tengo cincuenta y siete años?  -respondo casi incrédula, al tiempo que en mi interior me siento en la plenitud de mi vida profesional. No me quiero jubilar, ni pienso hacerlo de forma anticipada. El gran secreto es que cada mañana me levanto con la firme decisión de contribuir a cambiar el sistema educativo.

La otra variante de nuestro saludo de encuentro es preguntar por los hijos, ya adultos y hasta por los nietos.  Muchos de nosotros ahora somos abuelitos. Y es cuando rememoro a mis compañeros del grupo de magisterio, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Treinta y siete años en esta profesión parece que han volado por arte de magia.

Me he vuelto a dar de bruces con los años cuando me saluda la tercera persona de la tarde, preguntándome si sigo en el mismo colegio y hasta por mis hijos. Yo estoy perdida, me suena la cara, pero no sé quién es. Eso sí, mantengo el tipo, sonrío y digo cosas convencionales.

Un poco más adelante, un grupo la emprendía a voces con otros manifestantes, coreando la consiga “Comisiones y Ugeté, sindicatos del poder”.  Me pregunto si seguimos siendo sectarios como forma de diferenciarnos o nos estaremos confundiendo de enemigo.

Unos niños de la mano de su madre, me recordaron a mis propios hijos en manifestaciones de antaño: aburridos y cansados deseando salir de allí lo antes posible.

Localicé desde la distancia a Juanita, mi antigua alumna de hace treinta y cinco años. Era brillante e inteligente, con dotes organizativas y capacidad de liderazgo. La reencontré pasados los años, vestida de uniforme de policía nacional. Era Navidad y hacía la ruta por la zona de comercios, lo recuerdo bien. Le dije donde trabajo actualmente y entonces ella se acordó de unos “gamberros”, a los que alguna vez podría coger sin testigos y “darle un par de guantazos”. No la reconocía, admito apesadumbrada que aquella niña de nueve años flaquita y amorosa quedó atrapada en algún sitio. Hoy le tocaba custodiar a los manifestantes junto con un grupo de colegas, todos hombres, que con cara de aburridos charlaban entre sí cumpliendo su función de hacer acto de presencia, por más que tuvieran la certeza de que no habría ningún disturbio entre tantos docentes, estudiantes, madres y padres de familia.

Quise echar un cálculo del número de disidentes de la Ley Wert, y a ojo de buen cubero estimé en veinte mil. Los medios oficiales ajustaron a quince mil y los convocantes subieron a treinta los miles. En cualquier caso, era un respetable número de personas.

La nota de color, entre banderas y pancartas, la puso la gente joven. Los actualmente jóvenes saltaban y cantaban al son de una batucada muy alegre y sonora. Terminaron por hacer una sentada y todos paramos a disfrutar del ritmo.  En ese momento la calle fue nuestra.

Arribamos al punto de confluencia con algo de cansancio. Ya había caído la noche y las luces de la calle estaban prendidas.  Me perdía parte del final porque mi cuerpo agotado necesitaba madrugar a la mañana siguiente y había que tomar el “bus” de vuelta a casa. Más gente tuvo la misma iniciativa, nos delataba el verde, esta vez difuminado, que pululaba de nuevo en el paisaje.

Me ha tocado vivir a lo largo de mi trayectoria profesional, siete leyes de educación. Y aún caerá alguna más. Cada vez que hay un cambio de gobierno, la emprende con la Ley de Educación. Debe ser que en las escuelas tenemos un poder  muy grande.

Me he sentido, con mi improvisada camiseta verde, entre mis compañeros manifestantes, una testimonial disidente de una de las leyes de educación más explícitamente clasista y segregadora de cuantas he conocido.

 Custodiados por coches blindados de la policía nacional y en algunos casos por agentes que fueron alumnos de nuestras escuelas, levantamos las voces que claman en el desierto de  los oídos sordos de los poderosos, que nos permiten salir a la calle, de verde, malva o del color que queramos siempre que medie la previa solicitud de permiso, para hacer uso de la libertad expresión.

Podemos gritar cuanto queramos que ellos no piensan mover una ficha. Total, sus hijos están a buen recaudo en caros centros privados nacionales o extranjeros.

Dicen que luego podremos no votarles. Pero también sabemos que esa es otra farsa. Son los dueños de los medios de comunicación de masas y han diseñado una ley electoral a su medida, para que de alguna manera les favorezca, aún cuando parece que algo cambia, no cambia la esencia.

Franco no es que haya Werto, es que nunca se fue.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

3.10.13

Megamix cotidiano




“Hasta el moño de ser superwoman” fue un libro que leí en torno al año 1989 quizá ya  esté descatalogado. Escrito por la periodista francesa Michéle Fitoussi, expone en forma de parodia lo que viene a ser la vida de una de nosotras. Esas que hemos cambiado la escoba por la aspiradora para volar por las noches, las que queremos estar en todas partes como diosas, las que tenemos que dar la talla en todo y demostrar lo eficaces y eficientes que somos. Parapetadas tras una mesa de despacho pensamos en la lista de la compra, o en que el niño ha quedado con fiebre. Buenas madres, amigas, esposas y amantes.

Recuerdo el toque de humor con el que la autora hablaba de la vida afectiva sexual de la superwoman para llegar a ocurrentes conclusiones, por ejemplo que se pasa la vida corriendo de un lado para otro y no tiene un amante, no porque tenga un alto sentido de la moral sino porque quiere evitarse otra maratón.

Decía el ilustre psicólogo canario Manuel Alemán, ya difunto, que jamás había usado agenda ya que las cosas importantes no se le olvidaban, y las que olvidaba es porque no eran lo suficientemente importantes.

Apoyándome en él, durante mucho tiempo he intentado no tirar de la agenda. En realidad me ha salvado mi prodigiosa memoria, lo mejor que he logrado preservar al paso de los años.

No obstante, hay un megamix de ideas, tareas y ocupaciones varias me han apabullado de tal manera que hoy he terminado por organizar las tardes de la  semana a golpe de bolígrafo en una agenda nuevecita. El lunes tocaba ir a la compañía eléctrica, que me está estafando con la factura de la luz, el martes llevar a mi hijo al radiólogo, miércoles ponencia en la universidad ante un grupo de estudiantes de magisterio, jueves visita a mi madre anciana que se alegra de verme, aunque apenas logre articular palabra. El colofón del viernes es el temido dentista.

He comenzado bien la semana. Logré descansar sábado y domingo entre el supermercado, la plancha y la cocina. Estuve unas horas con la gordita de un mes que me ha robado el corazón. Una niña preciosa  que me recuerda a mis propios bebés, esta vez sin los temores de entonces. Ser abuela es un sentimiento muy especial…

Desde que he puesto los pies en el suelo, a las 6.45 de la mañana, parezco una máquina realizar tareas en tiempo record. He prendido la cafetera, me he dirigido a la ducha, luego he despertado a mi hijo y le he alcanzado el desayuno. Mientras tanto, redacto una nota para el profesor de Educación Física. Al chiquillo le duele la espalda desde hace dos días. Le explico el problema y le pido comprensión.

Luego hago el recorrido hasta el colegio. Por el camino recojo a un compañero y a Guaipuro, el niñito francés de cuatro años que vive en un barquito en el puerto con sus papis y que hemos escolarizado recientemente.  Me recibe con cara de alegría y me da un beso inmenso en mi mejilla al tiempo que me abraza. Consciente de que le entiendo poco, hace esfuerzos por traducir sus palabras y me hace gestos explicativos. Por suerte para él, mi joven colega habla francés fluido.

Una vez en el trabajo, comparto el tiempo entre las clases, las tareas burocráticas -siempre hay plazos a punto de vencer- atender a la trabajadora social del distrito, recibir al señor de la editorial que trae nuevos títulos para la biblioteca, terminar de preparar con la compañera Ana la intervención del miércoles ante los alumnos de la universidad, reunirme con el equipo docente para abordar la problemática del alumnado de mi tutoría, que parece presentarse algo disruptivo, llamar a cuatro madres y padres de alumnos para coordinar estrategias …

¡Ufffff! No sé bien como he logrado sobrevivir a la jornada. Pero he salido del colegio unas siete horas más tarde, sana y salva, aunque agotada.

No he ido a la compañía eléctrica, así que desde el primer día la agenda no ha servido para mucho. Mi amiga Guille estaba con un ataque de asma y  hemos ido a urgencias. Lo primero es lo primero.

Mi nota al profesor de Educación Física ha debido ser mal interpretada, ya que en consecuencia de no hacer actividad física,  ha puesto al chico una montaña de tarea por escrito para entregar en diez días, y lo ha firmado. Me suena a desafío, aunque quizá no lo sea.

Hace calor y estoy sudando a mares. Hace días que no limpio la casa con un poco de rigor, hay desorden y una pequeña montaña de ropa sucia. No he resuelto lo del almuerzo de mañana.  Miro la semana, la agenda, y todo lo que me gustaría realmente hacer si fuera la dueña de mi propia vida. Creo que me podría desenmarañar un poco.

Anoche,  estaba punto de dormirme cuando entró un mensaje de mi hijo mayor, al que había prometido llevar temprano a su trabajo, pese a que él insistía en que podía tomar un taxi. ¿Pero como una típica madre gallina va a permitir que el pollito gaste un pico de su sueldo en un taxi? ¿Y si luego resulta que no pasa ningún taxi a esa hora de la madrugada?

Me lleva un colega  al final, gracias igualmente. Buenas noches mamá, te quiero. Eres la mejor.

Y mirándolo desde otra óptica, es un privilegio poder hablar desde la experiencia a casi trescientos futuros docentes el próximo miércoles en la universidad, es un regalo de la vida hacer un trabajo que me fascina y además que me paguen por ello, los abrazos de los niños cada mañana, son capaces de derribar cualquier barrera; cocinar mi propia comida y disponer de mi propio espacio me aporta ciertas dosis de seguridad. Ganarme la vida desde siempre, me ha permitido ser independiente.

No importa que algún profesor parezca un poco intolerante, mi hijo acude feliz al instituto y por primera vez en su historia escolar se entusiasma con las matemáticas que han dejado de ser una pesada losa. Todo gracias a la profesora que ha logrado darle sentido práctico a tanta abstracción. Yo me perdí con sus tareas desde el segundo día entre medianas, medias, modas y varianzas.

Y mis afectos, los que forman parte de mi  gran familia afectiva, son incalculables. No habría caja de seguridad de ningún banco que pudiera guardar semejante tesoro.

¿La  vida es un carnaval, o tendrá razón Lennon y es eso que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes? 

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

8.8.13

Okupa y Resiste

La vida… esa aventura apasionante, que comienza con un berrido y termina con un suspiro, se nos va en hacer cosas convencionales. A una edad caminamos, luego corremos, pasamos por el sistema educativo  y salimos al mundo laboral.


Maduramos, consolidamos nuestra vida afectiva, solemos formar una familia y convertirnos en miembros categóricos del sistema. Dicen que por entonces nos volvemos conservadores y claudicamos, abandonando aquellos sueños de juventud.

Nuestra energía se canaliza a veces en preservar pequeñas cotas de “seguridad” como nuestro trabajo o nuestros objetos, para terminar descubriendo en la sala de urgencias de un hospital que nada era más provisional que aquello que parecía definitivo. Finalmente todos arribamos en el mismo puerto. Con suerte lo podremos hacer sin grandes sufrimientos, pero encontrar el desenlace de la trama solo es cuestión de tiempo.

“Vivimos con la esperanza de llegar a ser un recuerdo” dijo Antonio Porchia en una de sus Voces. Finalmente queda nuestro recuerdo en forma de palabras, a través de los genes de nuestros descendientes, por la memoria de nuestros amigos o por todo lo que hicimos para ser felices. Se trata de no sufrir.

A lo largo de la historia de la humanidad ha habido suficientes pruebas de lo  que no es humano, no obstante parece que no hemos logrado aprender de ello. Tantas guerras y confrontaciones no han servido para que podamos elegir vivir en paz.

El péndulo de la historia oscila llevándonos, una y otra vez, a situaciones pasadas. El gran paso adelante y a la vez el gran retroceso en la vida de los pueblos ha sido la aparición del excedente, y con él, la codicia de quienes lo quieren acaparar. Dependiendo de la capacidad de poseer la riqueza, nos hemos dividido en clases sociales, las cuales para preservar su lugar han ideado formas de control: la escuela, el ejército, la religión institucionalizada y hasta un tipo de gobierno que parezca que lo elegimos entre todos.

En cada momento histórico hay personas que confrontan el orden establecido, a riesgo de convertirse en marginales y proscritos. Pero suelen ser a la vez los elementos de cambio que permiten experimentar con una nueva forma de organizarnos. La prueba evidente de que es de nuevo el control de la riqueza y las inseguridades y miedos de los líderes los que nos vuelven a llevar al mismo sitio, la tenemos en experiencias de modelos comunistas que se llevaron a cabo, para terminar convirtiéndose en más de lo mismo. Las buenas intenciones eran evidentes. Sin embargo algo ha fallado a la hora de la práctica.

En medio de estas reflexiones me debato, cuando leo en las noticias que nuestros amos quieren volver a decidir que nuestro trabajo ahora vale el diez por ciento menos, que el gobierno español pide a los ciudadanos de a pie que delaten a los vecinos y conocidos que realizan algún pequeño trabajo clandestino para ganarse la vida, para sobrevivir en la mayoría de los casos, encontrando en ello un gesto de patriotismo. Escucho también que las altas esferas, los que son los dueños del poder y el excedente, tienen  para ellos unas leyes distintas y muy tolerantes con sus robos y atropellos.

Junto con las estadísticas de parados y desahuciados, asistimos a gastos  astronómicos en dietas, salarios, viviendas, cacerías, yates de lujo, sobresueldos en sobres cerrados…. Que tienen los  que ostentan el poder o lo circundan.

Un anciano que acompañaba a su hijo camionero en un viaje a Marruecos, habló en la radio: tiene el indulto, pero sigue preso. En contrapartida, un pederasta  con más de diez violaciones demostradas a niños pequeños, ha sido indultado y ha vuelto a España. Un país de prestado, con un nombre y apellidos posiblemente también de prestado, conseguidos como premio por unos servicios posiblemente no confesables mientras duró la guerra de Irak, país del cual este personaje es oriundo. Una guerra que costó muchas vidas y dinero por el exclusivo delito de tener oro negro.

Hace unos días estuve compartiendo un rato con mis amigos del otro lado: son jóvenes okupas, viven sin dinero, no aceptan limosnas, reciclan todo lo que se puede, trabajan lo justo para vivir, por supuesto no cotizan a la seguridad social. Y no seré yo señora ministra quien se chive de que mientras hacen malabares en el semáforo sacan unos eurillos para comer. Tampoco le voy a contar donde está su casa, un edificio en ruinas que llevaba años cerrado y que ellos han convertido en un hogar. Tendrá que averiguarlo por su cuenta, igual sus servicios secretos ya lo saben. Siempre lo saben todo, por eso es que nos ha sonado a mentira lo que ustedes han argumentado burdamente de que ha sido un traspapeleo lo del pederasta que se han traído de Marruecos con un indulto bajo el brazo.

He aprendido de esta gente joven que ser okupa es una filosofía de vida: viajan por el mundo, no tienen propiedades, respetan a la naturaleza y a los seres vivos, no quieren cosas nuevas mientras haya algo reciclado que sirva, viven de su arte y su trabajo, son solidarios, organizados, y tienen mucho  que enseñarnos a todos que nos encontramos parapetados en nuestra trinchera de seguridad, bien atados con la hipoteca de la casa y las cuotas del coche, viéndolas venir a ver si nos van a bajar los sueldos, a subir los impuestos, a decidir que es ilegal y qué no lo es…

El sol que nos ilumina, es de todos, el agua, las nubes, el cielo, los paisajes… es nuestro y del resto de los seres que pueblan el planeta -también de los elefantes, señor Borbón- y no vamos a permitir que nos impidan disponer de ellos por el tiempo que vayamos a ocupar una parcelita de este planeta. Si al final, todos vamos a parar al mismo sitio con o sin traje de madera, pero ese falso poder y esa falsa riqueza se quedará aquí. 

Fotografía: Kristhóval Tacoronte

7.7.13

Argentina




No es casual que me tocara a mí precisamente ir a recoger el pasaporte argentino de mi hijo. Quiero pensar que no es del todo casual.

Se caducaron los primeros documentos hace ya unos cinco años. Todo porque el consulado se fue de la isla y hacer un viaje en barco hasta Tenerife para firmar una nacionalidad, era algo que a mi joven hijo le quedaba un poco a contramano.

Un año después del momento en que adquiere oficialmente su segunda nacionalidad, llega la cita consular para recoger el pasaporte. Esta vez es todo un poco más fácil ya que ahora el consulado hace itinerancia entre provincias.

Cosas de la vida real, el chico justo ese día tiene un deber inexcusable. Con autorización de por medio enviada vía fax, voy para allá el día y la hora de la cita.

El local, cedido por la corporación municipal de Santa Lucía de Tirajana, es un poco angosto e incómodo. Muchas caras, ninguna conocida. Me dirijo hacia la mesa del fondo. Cuatro amables señoras parapetadas tras la mesa consultan sendas listas y me dan un número: el cincuenta y nueve, tras comprobar el nombre de mi hijo entre los citados.

Mientras espero y observo, camuflada entre la multitud, me familiarizo con el acento aunque hay algunos niños y jóvenes que hablan en español de Canarias. En la mesa de las cuatro mujeres está la bombilla de mate de rigor, con la palabra Argentina grabada bien visible. A un costado se sitúa el termo del agua caliente.

Solo reconozco entre la gente a mi terapeuta de antaño, para seguir con los tópicos. Es oriunda de argentina y viene a resolver alguna cosa. Casi no me da bola, yo a ella tampoco. Han pasado los años por las dos, es evidente.

Recuerdo al abuelo Rafael, al que mi padre, su hijo, jamás llegó conocer personalmente, aunque fueran dos exactas gotas de agua. Está enterrado en un cementerio de Bahía Blanca. Y a la tía Silvia, la otra hija de mi abuelo nacida allá en la Argentina, que nos concilió a todos tendiendo puentes de afecto y de cariño. La vida se la llevó joven, pero dejó de regalo sus dos hijas que son mis únicas primas.

Siento en mi piel que esto es algo más que recoger un pasaporte, viene  se saldar alguna extraña cuenta pendiente con el pasado. Creo que mi abuelo nunca llegó a ser ciudadano de aquel país, pese a trabajar allí toda su vida, desde que era un pibe. Me dio por pensar en él y decirle que su biznieto canario ahora es oficialmente argentino.

Cosas del destino, por causa del exilio involuntario de tanta gente joven, allá por el setenta y seis, llegó hasta esta tierra el padre de mi hijo, deshaciendo el viaje que una vez hicieran sus propios abuelos desde el norte de España.

Tras una larga espera de casi una hora, llamaron al cincuenta y nueve. El cónsul, buen mozo, alto, broceado e impecable, llevaba traje y corbata. Me hizo firmar unos papeles, con mi nombre y apellidos, aunque ese pasaporte no fuera del todo el mío.

En ese  preciso momento creo que se ha cerrado un ciclo. Me vine de vuelta hasta el trabajo, comprobando por el camino que no lo había  extraviado como si llevara conmigo un preciado tesoro. Caduca en el 2024. Calculo que para entonces yo seré una de esas ancianas que se resisten a rendirse ante la evidencia del tiempo. Seré esa mujer inquieta que describe Gioconda Belli en su poema “Desafío a la vejez” al tiempo que recordaré a Mercedes Sosa cada vez que dé las gracias a la vida que me ha dado tanto.





23.6.13

Genocidio de almas




Nos han robado la dignidad, nos han expulsado de nuestras vidas, se han quedado con nuestras pertenencias y hasta han insistido en que nuestros hijos son de una casta diferente de la de los suyos, y les han puesto a comer lo que ellos no quieren, a pasar necesidades y privaciones. Hasta pretenden poner alambres en su futuro legislando en su contra una malvada ley que no es de educación ni mucho menos.

Se introducen cada noche en nuestra cama y nos roban el sueño, nos matan la tranquilidad, nos impiden mantener a flote la salud mental.

Un estado de crispación generalizada se percibe nada más salir a la calle. A la mínima recibimos bocinazos o gritos exaltados de quienes ya no pueden con tanta presión. Las amistades consolidadas no están libres de estos desencuentros cada vez más cotidianos.

Los niños repiten lo que ven y les da por girarse hacia el compañero y empujarle. No hay más que estar media hora en el patio de recreo para percibir que algo ha cambiado, todo se resuelve a puñetazos tirando por la borda tantos desvelos y cuidados. Hasta el juego termina siendo una pelea.

Esta sofisticada batalla sin tanques es la que pensé que no me tocaría vivir. Nunca entendí la necesidad de los mayores de guardar cosas y dinero para un posible futuro incierto. Ellos sabían lo que era la guerra y trataban de protegerse en todo momento. Solo que el enemigo esta vez nos salió por otro lado.

Aquella famosa bomba de neutrones, que tanto nos asustaba porque dejaba intactos los edificios y eliminaba todo lo que tuviera vida, debió ser una maniobra de distracción o bien un adelanto de lo que estaba por venir.

Quieren acabar con nuestra humanidad. Se termina recurriendo a la policía para resolver conflictos entre vecinos o entre niños, lo cual nos es más que un indicio de nuestra impotencia mediadora.

Nos reprochamos, una y otra vez, la pasividad que nos mantiene anclados e inmóviles, cuando pareciera que deberíamos salir en son de guerra a tirar abajo algunas trincheras, al tiempo que vivimos asustados a ver qué es lo siguiente que nos van a robar. 

El enemigo ha cambiado de estrategia y ya no le hace falta nuestra sangre ni la de nuestros hijos. Ahora está empeñando en robarnos nuestras almas, que es realmente lo que ellos no tienen. 

Mientras nos enfrentemos entre nosotros no hace falta nueva carne de cañón. La victoria está servida para el enemigo, insistiendo desde su muralla en que no nos debemos fiar unos de otros, llevándonos a pelear por las migajas, rompiendo toda posibilidad de encuentro y de alianzas, consolidando la idea de que somos seres individuales y que estamos solos ante el adversario que puede ser cualquiera.

Por tanto, no vale lo de siempre para parar esta guerra malévola. 

Ha llegado el momento de repartir abrazos gratis, de apelar a nuestra humanidad, de no claudicar tirándonos de una azotea o entrando en una profunda depresión. No sirve de nada enfadarnos con el que se salta el semáforo y no nos deja adelantar, frente a tanto atropellador de nuestra humana dignidad.

Es la hora de llevar la creatividad al poder, esa que nos quieren destrozar. 

Regalar abrazos y sonrisas es la única arma que nos salvará de la nueva Hiroshima que va directa a nuestras almas. Rescatar la humanidad que siempre nos acompaña ya que somos naturalmente buenos, cooperativos, solidarios, cercanos, amorosos, generosos y optimistas. Esa es nuestra verdadera naturaleza y la que nos permitirá hacerle frente a esta guerra que pretende aniquilar nuestra esencia.

Fotografía: Kristhóval Tacoronte.


5.6.13

Manuel




Suponía que el día de hoy llegaría más tarde o más temprano. Sin embargo, no dejó de tomarle por sorpresa. Había estado trabajando en una propuesta para llevar a la asamblea. Eran casi las doce cuando se fue a la cama, en su cuarto de prestado, nunca mejor dicho. 

Arribó a esta casa dos meses atrás invitado por unos amigos. Entre todos pretendían arreglar las injusticias del mundo. La confortabilidad consistía en reciclar muebles y objetos que otros habían desechado o ya no necesitaban. 

Ya no era el edificio abandonado y casi derruido que rebosaba estiércol de paloma por todos lados. Antes de que ellos llegaran, las palomas vivían a sus anchas en todo el recinto de cuatro plantas. Ahora era un centro cívico que acogía a los sin techo.

La playa estaba cerca y allí podían practicar sus juegos, malabares y canciones, que era una forma de pasarlo bien y ganarse la vida al mismo tiempo.

Oyó gritos y sirenas. Primero se dijo que debía ser una mala pesadilla, pero el tipo que abrió bruscamente la puerta llevaba uniforme y un arma en la mano.

Al fondo oyó mas gritos, el niño de Candela llorando al tiempo que preguntaba a su mami que pasa, que pasa mami, pero que es lo que pasa. Cristales rotos, los polis dando voces, los vecinos en las ventanas… ahí supo que había llegado la hora.

Tenían que abandonar el edificio cuanto antes. La cara del sargento no dejaba lugar a dudas. De orden judicial mejor no hablar. A la puta calle, que no es tu casa, o si lo es saca los papeles. Eso decía el poli, y otros tantos, que no pensaban discutir, ellos eran unos mandados, cumplían órdenes y punto. Cierra la boca o te voy a tener que amonestar por desacato. Y dame la documentación que tenemos que levantar acta de todos los que andan por aquí. Los niños también por supuesto. El lisiado que se tome con calma el bajar la escalera, pero lo queremos en la calle ya mismo. Pueden recoger sus trastos, total no serán grandes cosas. Esta casa va a ser tapiada en media hora y si se viene abajo no es problemas de ustedes, así que van saliendo y no lo vuelvo a repetir.

Así fue como supo que no era un mal sueño, el día había llegado. Se dispuso a coger la cajita de las fotos, el saco de dormir y sus zapatillas de repuesto, casi tan desconchadas como las nuevas. En la mochila se aseguró de colocar a buen recaudo su herramienta de trabajo: las mazas para hacer malabares. Era muy bueno y habilidoso, unas cuantas horas en el semáforo le daban algo de dinerillo que luego cambiaba por comida. No necesitaba pedir limosna ni aceptarla, con dos buenos brazos para trabajar. Uno de los principios que todos compartían en la casa. 

La mala hora llegó de forma sorpresiva, por más que supiera que estaría al caer. Le pilló en bolas y en la cama. El calor sofocante y el cuerpo medio acalorado por el sol le habían dejado planchado encima de su colchón. Ahí entró Sam, angustiado por el tema de los papeles y la policía. No le iban a repatriar hasta Israel, eso seguro, pero el miedo a ir a ese lugar que llaman centro de extranjeros y que en realidad es una cárcel pura y dura, le aterrorizaba. Manuel le dijo que se escondiera en el baño y allí quedó por un rato. En la segunda ronda le pillaron. 

Consternado, como todos los habitantes de El Palomar, Manu sacó lo que pudo y le dio por increpar a los polis. Tomaron sus datos y le instaron a presentarse al día siguiente para prestar una declaración en regla. Abajo en la calle todos estaban aturdidos. Fue el último en salir emulando sin querer al capitán de un barco en altamar a punto de naufragar. De pronto sintió que le había faltado algo por hacer. Pero solo le dio por llorar de rabia abrazado a Charly, al tiempo que un reportero captaba la imagen. Por un instante le pasó por la cabeza el temor de que esa fotografía viajara y llegara a manos de su madre. No quería preocuparla, sobre todo porque él estaba en la vida que había elegido. 

Caminó hacia la playa quedándose con algunos por los alrededores de la casa. Verla a lo lejos sitiada le daba un poco de pena, algo de nostalgia y hasta la tristeza de saber que ésta era una de esas definitivas despedidas. Una más de tantas, pero en este preciso momento dolía intensamente.

Ni ganas de trabajar, ni siquiera hambre. Una especie de cansancio le vino de golpe y le derrumbó por todo el día.

En el momento en que la furgoneta de los polis se iba de relevo y pasaron a su lado salió su rabia cargada de dolor y les gritó increpándoles, les llamó colaboracionistas, le preguntó cómo iban a contar a sus hijos que ganaban su sueldo, volcó su rabia a sabiendas que ellos también eran almas presas en sus vidas y que su familia tampoco había elegido echarles a la calle aquella fatídica madrugada.

A Marcel le dio por arrojarles el trozo de pan que comía en ese instante. La imagen era al menos rocambolesca: arremeter a “panazos” contra una furgoneta blindada de la policía. Ahí fue cuando los tipos se pararon y le pidieron que les acompañara. Le condujeron entre dos sujetándole por los brazos. Mientras le tomaban los datos personales, una vez más, Manuel les pidió comprensión. Que le habéis echado de su casa y ahora está en la calle, por favor comprended que está dolido y enfadado. Y si es tu casa, dónde están las escrituras, a ver muéstralas y si lo haces te dejo en paz. 

En ese momento miró hacia el cielo y el suelo que pisaban y solo le dio por soltar un grito de rabia ¿Y el suelo que pisas es tuyo, y el aire que respiras es tuyo, y el mar en el que te bañas es tuyo, y la lluvia que caía esta mañana y te acariciaba era tuya?

Ahí los agentes dieron la batalla por perdida y se fueron a comer, que ya era hora, tras una mañana movidita que había empezado casi a las cinco. No es que tuvieran nada en contra de estas personas ni a favor, es que era su trabajo. A veces se les revolvía el estómago sobre todo cuando era gente pobre que perdía su casa pobre también y ellos tenían que ser el brazo ejecutor. Pero tanto tiempo viendo tantas cosas, al alma se había arrinconado en algún sitio y apenas clamaba muy de tarde en tarde.

Camino de la playa, Manuel se sintió un espectador de su propia película. Le costaba asimilar lo ocurrido, pensaba más en todos ellos que en él mismo, en el amigo indocumentado, en los niños que les esperaban cada tarde para jugar y hacer malabares, en los gatos abandonados, a los que una ordenanza municipal prohibía dar comida bajo pena de multa, en las mañanas en su habitación del Palomar desde las que escuchaba el sonido del mar.

Ahora tocaba mirar hacia adelante una vez más. Pensaba en el futuro sin miedo y con esperanza deseando tener mucha fortaleza para ser capaz de cambiarlo y mejorarlo. 

Este desalojo mañanero era un nuevo reto que afrontar. La solidaridad salía debajo de las piedras. Tenía muchos lugares a donde ir, los amigos se habían volcado en torno a él. Pero justo aquella noche quería dormir en su propio regazo, con las estrellas como techo y los sueños como almohada.



Fotografía: Kristhóval Tacoronte

8.5.13

Justicia gratis para los niños

Sabía que este día iba a llegar y lo esperaba con cierto temor -me dice Carmen con los ojos enrojecidos de llorar. - Tuve este niño cuando era muy joven y llevaba otra vida. Ahora me siento con fuerzas para recuperarle,  traerlo a casa y que conozca a su hermano.

Era bien temprano  cuando ha pasado a buscarme. Lleva toda la noche sin dormir. Le voy a acompañar hasta los juzgados de familia para que no vaya sola. Su niño de tres años hoy se ha levantado muy malito como si tuviera idea de lo que ocurre a su alrededor. No necesita demostrar que es una buena madre, de sobra lo hemos comprobado.

Los juzgados siempre imponen, aunque digan llamarse de familia. Envían escritos en tono amenazante, a veces solo para solicitarle a alguien que vaya de testigo. Temerosas pedimos permiso para pasar cuando por fin hemos arribado. Una señora rubia, impecable y sofisticada, nos atiende. Toda ella es una eterna lentitud. Cuando por fin habla, emite una débil voz, en contraste con su aparente vitalidad física.

-Señora, se le ha citado para notificarle que se ha iniciado el trámite de adopción de su hijo, y como madre biológica tiene derecho a ser escuchada.
-Me opongo rotundamente - le dice Carmen-

- Pues espere, que voy a llamar al secretario judicial- y a reglón seguido se desplaza hasta el fondo de la sala. Le faltó añadir que esa oposición la cogía por sorpresa, cuando ya estaba casi todo decidido.

Al poco llega un amable señor muy joven que notifica a Carmen su derecho a iniciar una demanda en el plazo de veinte días hábiles, o en caso contrario se continuará con "el proceso".

-Tenga en cuenta que ha de nombrar abogado y procurador, señora.
Carmen no tiene ni para comer casi. Sobrevive como puede con su otro hijo y su compañero. Asiente a la retahíla que el joven opositor aventajado le recita. Y salimos con las “orejas gachas” en dirección al colegio de abogados para solicitar un letrado de oficio.

-Yo fui una niña adoptada y lo pasé mal. Cuando tenía diecisiete años me fugué de casa y pasé por muy malos momentos. Entonces no fui capaz de cuidar de mi hijo. Ahora quiero tenerle conmigo. Temo que no me reconozca, han pasado años desde que fue a parar al centro de acogida.

 Al llegar a la sede del Colegio de Abogados, una larga cola en la atestada sala de espera nos da la pauta de que los abogados de oficio están siendo muy solicitados.  Pero por fin la atienden muy amablemente y le entregan un documento para entregar hoy mismo el juzgado. Se trata de parar el tiempo mientras se le asigna el letrado de oficio.

De vuelta hacia el juzgado se lamenta en voz alta. -¿No te dije que me iban a tener dando tumbos?  Esto no va a ser muy fácil, ya verás.

Volvemos a encontrarnos con doña Barbie. Nada más ver el escrito dice que no vale, que eso no sirve, que hay un error. Intentamos aclarar que lo ha redactado el abogado de turno del Colegio tras leer lo que Carmen llevaba en sus manos.

 
-Le digo que esto no vale. Lo que tiene que traer es una demanda-.

Ahí intervengo yo y le insisto: -Pero señora, usted le puede dar registro al documento. Ahí se desató la fiera que la buena mujer llevaba dentro.

-Claro, la justicia es gratis y como es gratis podemos abusar - le faltó añadir que a estas alturas venir a aponerse a la adopción del niño era una batalla perdida-

- No es gratis, claro que no - le digo. Y en ese momento me han venido a la cabeza los nombres de los mangantes que ocupan impunes las portadas de la prensa. Todos ellos contratan buenos abogados. Y mis impuestos, junto con los de otra gente pagarán el sueldo de aquella funcionaria y de otros tantos, supongo.

 - Para ella sí lo es, y además yo no tengo que hablar con usted, así que se pone fuera, por favor-.

-Me pongo fuera, pero registra ese documento Carmen-.

Nuestro periplo no había terminado, pero la mañana ya no daba para mucho más. Nos hemos ido del lugar en el que al parecer se imparte justicia.

Tiene treinta años y jamás supo lo que era una familia de verdad. Corría por las calles con cinco años cuando alguien la llevó a un centro de menores, del que salió para ir a parar a manos de unos padres frustrados que Carmen recuerda como severos y estrictos.

Ojalá que algún día se haga justicia gratis  con los niños que no han recibido abrazos...

Fotografía: Kristhóval Tacoronte