28.8.12

¿Dónde están los calcetines perdidos?




Esta tarde medio tediosa me he puesto a mirar televisión y a emparejar calcetines. Así tengo la impresión de no perder el tiempo del todo, en una actitud de pasividad ante el aparato. 


En una bolsa grande color amarillo, he ido guardando todos los calcetines desparejos, hasta que un día como hoy, hago un alto en lo que vengo considerando prioritario, vacío la bolsa y pacientemente busco cuales son los que van juntos. 

Puede ocurrir que después de varias semanas uno de ellos encuentre a su compañero perdido, pero no es lo normal. Lo habitual es que el se queda solo más de tres días, siga solito el resto de su vida.


Me resisto a tirarlos a la basura. Especialmente me ocurre esto con aquellos que son muy nuevos o muy bonitos. Siempre pienso que igual en algún momento aparecerá el que falta... más la experiencia me dice que mejor me deshaga de ellos pues desde el limbo de los calcetines perdidos, ninguno vuelve.


En la bolsa hay diferentes tallas y colores, calcetines finos, gruesos, de niño, de deporte, acrílicos, de algodón... Cada uno con su historia -a veces efímera-. Alguno perteneció a un pie que ya no es el mismo, pues ha aumentado varios números. 


Incluso hay algún calcetín desparejo que me he resistido a tirar de forma inexplicable a sabiendas de que su dueño nunca lo echará de menos, no solo porque ni siquiera es consciente de haberlo perdido, sino además, porque hace tiempo que vive lejos del domicilio de la bolsa amarilla, es decir, de mi casa. -¿Hasta dónde el inconsciente me estará jugando una mala pasada?


Alguno de ellos encontró una salida airosa a su vida sin sentido dentro de la bolsa. Fue a parar a la clase de manualidades mi niño pequeño, que hizo de él una cabeza de caballo, rellenándole de papel de periódico y decorándolo con  unos improvisados ojos, orejas y boca. Lo cierto es que se olvidó de ponerle nariz. Con unas bridas de cuerda y el palo de una fregona ya inservible, se convirtió en el caballo de un jinete de cuatro años, con una especie de calva a la altura de sus orejas, que venía a ser el talón -no el de Aquiles, ni el bancario, sino el del calcetín rescatado-


Cuando en la última mudanza fueron a parar a la basura todas las cosas inservibles que voy acumulando, estuve a punto de deshacerme de la bolsa, pero... en el último momento le salvé la vida. No en vano a todos los calcetines que allí levitan, mientras la bolsa se traslada de un lado a otro, son en parte míos. Yo misma les descubrí y les elegí en la tienda. Les busqué unos pies, les rescaté del fondo de la cesta de la ropa sucia, y luego les acomodé en sus cajones. 


Después han ido desapareciendo, como quien no quiere la cosa, sin que aún haya una sola respuesta convincente que satisfaga mi curiosidad para saber de su destino, de la aventura o desventura vivida en solitario, que inevitablemente ha terminado condenando a su compañero de fatigas a vegetar por el resto de sus días en el fondo de la bolsa amarilla, de la cual sale solo de tarde en tarde  para comprobar de nuevo que su soledad no se resuelve con la compañía de otros, tan desolados como él. Su alma gemela, que solo Dios sabe donde andará, es la única que podría sacarle de esta inutilidad cansina para el resto de sus días.


De vez en cuando aparece algún desparejado igual pero recién comprado, nuevecito. Lo cierto es que me resisto a juntarles pues la diferencia entre ellos es tan evidente, que se percibe simplemente al tacto y de ninguna manera son de la misma pareja, pese a su similitud aparente.










26.8.12

EN EL SUPER





Cuando acertó a mirarse, por primera vez en todo el día, estaba aferrada con sus dos manos al carrito de la compra, como si  le fuera la vida en ello.

Hacía la cola de la caja con el carro lleno hasta rebosar. El espejo de la vitrina la colocó por un instante frente a sí misma. Se miró, no sin sorpresa. ¿Era ella, con aquella pinta?. Aceptó a reconocerse de muy mala gana. Ni  varias  semanas a dieta estricta le iban a devolver su silueta esbelta, ni siquiera unas horas al sol y el mejor maquillaje, disimularían las manchas que se iban instalando en su rostro. Unas profundas ojeras le recordaban su falta de sueño. Desde que se había planteado dormir sin somníferos, la noche era una eternidad plagada de pesadillas. Así que casi había decidido desistir de tal proeza. Un valium antes de irse a la cama le garantizaba unas cuantas horas de ausencia pero, aún así, eran insuficientes.

Llegó al supermercado en una loca carrera.  Había olvidado la lista como siempre. Pero todo estaba en su cabeza. Recorrió los pasillos, no sin indignarse porque le habían cambiado un par de artículos de su ubicación habitual. Ese cambio sorpresivo e inesperado le iba a llevar unos preciados minutos de búsqueda,  con los cuales no había contado.

Llenó el carrito repasando minuciosamente los estantes. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año, hacía lo mismo. Sus idas al supermercado eran un karma. Ni manera de deshacerse de esa tarea sin sentirse culpable. El mundo podía hundirse, que ella solo se sentía tranquila cuando lograba dejarles llena la nevera. Su rol de abastecedora de alimentos no era como para sentirse realizada, pero la tranquilizaba. Atiborraba la nevera y entonces se sentía aligerada de tanta responsabilidad.

Es por eso que había ido relegando la peluquería, las lecturas interesantes y los paseos con las amigas. Incluso había dejado de comprarse un  par de zapatos que le encantaban. De haberse comprado aquellos maravillosos zapatos, su carro estaría ahora menos repleto.

Todo podía esperar, excepto su responsabilidad proveedora, que parecía no tener fin. Era como intentar llenar de agua una vasija con múltiples agujeros. Una tarea infructuosa. Cargar la compra hasta el coche, arrastrarla hasta el ascensor, colocarlo todo en su lugar correspondiente.... la frenética carrera por los pasillos del super, a la caza y captura de las marcas, fechas de caducidad y precios, no eran nada comparado con la tarea de colocar todo en su sitio.

Ahora estaba en la fila y se miraba desgreñada y decadente. El inevitable paso de los años entre carrito y carrito, le hacía frente ahora,  cuando no había remedio. Después de convertirse en una experta de las ofertas, de las compras en tiempo record y de las frutas y verduras de temporada, no había grandes sorpresas en esta vida alimenticia. Si acaso, una nueva línea de yogures o quizá algún congelado muy socorrido para casos de emergencia. El resto era más de lo mismo. Todo envasado al vacío, hasta el arroz cocinado en su correspondiente frasquito.

-“¡Uuuufff!” - Un golpe de calor le asaltó sin previo aviso. Por lógica, estaba pensando en la menopausia. Con sus años era casi lo esperado. No llevaba abanico ni pensaba llevarlo jamás, así fuera que la sensación de calor la derritiera. Eso de ventilarse en público era de verdad deprimente, no ya por su paso a la reserva, ni siquiera por el fin de su capacidad reproductora. Era algo más que eso. El pasillo de los tampones y compresas iba a dejar de interesarle para siempre. Pero lo del abanico, eso sí que no. Nunca jamás pensaba ir pregonando a los cuatro vientos que se había vuelto vieja, que andaba en retroceso biológico, pese a lo de su desaliño y todo eso. Una cosa es que se descuidara un poco y otra rendirse, sin más, a  aceptar que entraba en otro grupo. Era lo único que le faltaba. De ahora en adelante, sus necesidades consumistas iban hacia la leche de soja, las cápsulas de aceite de onagra, y todo un listado de productos para atacar los síntomas. Solo para atenuar los síntomas, que nadie iba a devolverle sus hormonas perdidas, sus estrógenos a la deriva, amenazando una y otra vez con un hormigueo sofocante, que al principio tardó en asociar -tal era su capacidad de negación-.

La lista de tareas que le esperaba, una vez lograra salir de aquel atolladero de carritos, era, como siempre, interminable. Tanto, que ni llevaba agenda. Alguna vez le habían  regalado alguna a comienzo del año e intentó seguirla, llena de buenos propósitos, aunque finalmente terminó abandonándolos. Su ocupada vida no tenía cabida en un cuaderno. Si tuviera que anotarlo todo perdería un tiempo precioso. No existía la  agenda capaz de recoger todo lo que formaba su vida tan estresante, aunque tanto ajetreo se resumía en nada en concreto. Todo el día de acá para allá, para que al final de la jornada tener la sensación de  no haber hecho algo realmente útil.

Intentaba encontrar unos minutos para su afición artística. Pero eso era todavía más difícil que lo de la peluquería. Desde que una vez fuera a un cursillo de manualidades,  se había vuelto una forofa de las figuritas de miga de pan. Elaboraba la pasta que luego moldeaba dándole forma. Primero hizo flores, centros de mesa, mariposas... chorradas. Llenó toda la casa de aquellas figuras, que parecían sacadas de algún catálogo de todo a cien. Luego se atrevió con más, y empezó a hacer pendientes, colgantes, broches... que todas sus amigas elogiaban. Fue entonces cuando acarició la idea de hacer esculturas. Se encerraba con su masa y salían unas extrañas formas armoniosas de las que ella misma desconocía su significado. Las terminaba y esmaltaba con extremo cuidado. Luego no se atrevía a mostrarlas, aunque sus extrañas representaciones tenían identidad propia. Reflejaban su ánimo. No tenía tiempo para dedicarse de lleno a ellas, pero siempre andaba planeando algo. En sus fantasías más osadas pensaba poder exponerlas algún día, hecho que iba posponiendo cada vez más en el tiempo.

Así las cosas, se volvía a mirar en el espejo, ahora que avanzaba la cola y, por fin, estaba cerca de la caja. Todo era tan frío e impersonal que nadie la reconocía en aquel sitio, pese a  que lo visitaba varias veces por semana. Para colmo de males, casi ni se reconocía ella misma. En estos momentos se volvía reflexiva. De aquella chica rebelde que quería comerse el mundo, quedaba poco. Había terminado por convertirse en una caricatura  de lo que había soñado. Empeñada, a pesar de todo, en no aceptar que su suerte estaba echada. Tanto, que no era dueña y señora de su tiempo ni de sus energías. Todo se le iba en ocuparse de ellos -sus hijos- y correr a toda velocidad al tiempo que no dejaba de sentirse culpable. Como no quería una culpa más añadida en su lista, se encargaba  del asunto de la despensa de manera intachable.

En la estantería de la caja, donde solían colocar las ofertas, estaban apiladas varias botellas de lambrusco. Con el vaivén de la cinta transportadora una de esas botellas cayó al suelo, llenándolo todo de un rosado espumoso. La cajera, hasta ahora impasible, cogió el micro para llamar a la señorita Yasmina. Así fue como entonces ella supo que “acuda al terminal diez”, quería decir que haga el favor de venir a la caja. La jerga de la megafonía del super, era algo que nunca antes se había preocupado en descifrar.

La señorita Yasmina la mira y ella no sabe cómo explicarle que no hizo nada para que el lambrusco fuera a estrellarse contra el piso, pero la chica ni le escuchaba. Mejor se hubiera ahorrado las excusas, ya que ella tira un chorro de lejía sobre la mancha y friega sin más. No se da cuenta  de que acaba de estropearle sus vaqueros nuevos. Ni le importa, ni se excusa. Sus flamantes vaqueros, salpicados ahora de lejía, se suman al resto de decrepitudes que venían a reflejarse en el espejo contiguo a la caja...

El acto mecánico de poner la compra en la cinta, de forma rauda, como si alguien estuviera detrás azuzándola, lo hace colocando los productos iguales apilados, al tiempo que llena las bolsas teniendo en cuenta que los congelados vayan juntos y que lo pesado se coloque debajo, aunque luego, en el portabultos del coche, si no tiene cuidado, lo pesado quedará arriba, ya que será lo último que saldrá del carrito. Por eso ha diseñado su propia estrategia para transportar las bolsas en un orden horizontal. Carga el carro y lo empuja hacia el montacargas, indignándose de nuevo por las ruedas bamboleantes que hacen que se desplace sin control. Sus bíceps han terminado por fortalecerse de tanto intentar enderezar el carro, que quiere ir en dirección contraria a donde ella le empuja. Si no fuera porque el tiempo siempre apremia haría una reclamación en toda regla. También en el ascensor había un buen espejo donde mirarse, esta vez de frente, puesto que no bajaba nadie más. Decididamente esta misma semana iría a la peluquería.

De cómo fue dejando que el desánimo se apoderara de su cuerpo, era algo que casi ni recordaba. “Total para qué, nadie va a reparar en mí” -se decía resignada- Ese volverse casi invisible le llegó poco a poco. Primero dejó de maquillarse, luego empezó a usar zapatos cómodos y sin tacón,  ropa holgada... Le daba igual que el bolso y los zapatos combinaran, todo daba lo mismo. No había ningún día especial en su vida, por tanto, no tenía que poner un énfasis especial en su atuendo. No dejaba de sentirse aislada en medio de tanto tumulto. Allá donde fuera había gente por doquier, que no reparaba en las otras personas, en una carrera sin tregua. Siempre en una veloz marcha hacia algún lado. Lo de menos era la meta, lo realmente importante era no dejar de correr para batir su propio record.

La tentativa de mudarse de ciudad la tuvo mientras estuvo acomodándose a esta nueva vida. Después de tantos años de matrimonio, ahora vivía sin un hombre cerca. La ruptura se produjo en algún momento años atrás, pero la coexistencia pacífica les llevó a soportarse por un tiempo. Cuando el silencio solo era sustituido por gritos y desplantes decidieron poner fin a aquella farsa, perdiendo así la oportunidad de celebrar las bodas de plata que estaban al caer.

Entonces no había sentido miedo, ni siquiera soledad. Cualquier soledad era nada comparada con su soledad de cerca de alambres que parecía existir en su cama en aquel matrimonio de los últimos años. Su soledad de abrazos vacíos, cuando recurrió a su novio de juventud, posiblemente buscando más que sexo, caricias y afecto. Al menos entonces encontró un motivo para engalanarse mientras iba a su encuentro. Fuera de eso, siguió sintiéndose sola. Absolutamente sola. Hasta que también esta historia languideció, confirmándose así la teoría de que nunca las segundas partes fueron buenas.

No solo no se mudó de ciudad, buscando un lugar bucólico en medio de la naturaleza sino que, además, aprendió a conducir en medio del tráfico, a bregar con las cuentas de la casa, a colocar estantería y reparar grifos. Estas eran tareas añadidas que ella siempre había procurado eludir, porque lo de su jornada de trabajo y sus tareas domésticas siempre habían estado ahí, sin cuestionarlas para nada. Incluido -cómo no- el supermercado.

En medio de la vorágine del tráfico fantaseó con que su vida fuera suya. Ahora no sabía vivir sin los chicos, pero si ellos crecieran de golpe y fueran autónomos, entonces ella sería dueña de su tiempo. Sin compras, sin lavadoras, sin la plancha, sin la culpa... todo el tiempo para ella y sus figuritas de miga de pan, para leer, tomar el sol, mudarse de ciudad, salir de compras, tirar de la  tarjeta alguna vez...

¿Podía imaginarse una vida así? ¿Realmente podía? ... de momento sobrevivía pensando en el sueño casi irrealizable de salir de tanto tumulto, de tanta presión, al tiempo que no dejaba de cumplir su tareas al pie de la letra, con tanto empeño que sus sueños de libertad - su secreto mejor guardado- eran el asidero en el que se sostenía para poder seguir en esto. Igual que hacía con el carrito, una vez lleno, se agarraba a él, por no dejar sus manos vacías a los costados de su cuerpo. No sabría entonces que hacer con ellas.

Se introdujo con el coche en la otra cola, para salir por fin de aquel atolladero. “Inserte su tarjeta”, decía el letrero de la maquinita del parking. Después  de que obedientemente lo hiciera, la barrera se izó, franqueándole el paso. “Qué pasada esto de la tecnología”  -se dijo- parecía que todo funcionaba por arte de magia. Al mismo tiempo, no dejaba de sentir dos ojos enormes vigilándola de cerca en cada instante: cuando aparcaba, cuando circulaba despistada pensando en sus cosas y rebasaba los ochenta kilómetros prescritos,  si no encendía las luces en el túnel o si, por el contrario, las mantenía encendidas al salir de él. “Vigile la presión de sus neumáticos, no hable por el móvil mientras conduce, no entre en el túnel con gafas de sol”.  El tipo que escribía estos eslóganes, nunca tenía la idea de desearle a la gente un buen día o de decirle que esbozara una sonrisa.

  Sentía que vivía en un mundo de normas, por más que se había pasado media vida luchando contra ellas. Al resto de los humanos, las normas no le generaban tanto conflicto. Al menos, parecían acatarlas sin dificultad. Pero ella percibía que llevaba un dedo índice acusador tras su cuello, señalándola implacable,  que le caería encima en forma de multa, en cualquier momento. Odiaba las normas sin sentido. Una vez controlaba todas las normas imprescindibles,  aparecían otras nuevas, por lo que se volvió incluso un poco insegura ante cualquier afirmación rotunda que escuchara en boca de alguien. Vivía en medio de aquella vorágine sintiéndose acosada, vigilada, asustada, limitada...

Una vez en la calle se introdujo en el atasco con mucha resignación. Sabía que los escasos dos kilómetros hasta su casa, se transformarían en casi veinte minutos de tensión. Siempre era igual y hoy no iba a cambiar. Atenta a los semáforos, a los peatones, al carril contiguo... Ponía la radio para escuchar la música de moda y reconocer que tenía un oído pésimo. Nunca recordaba el nombre de la cantante de aquella canción que tanto le gustaba  ¿era Lila Downs? Tenía una voz preciosa que le recordaba a la negra Sosa, emanaba vida y cantaba en femenino.

 Prefería no sintonizar ninguna emisora de noticias porque la ponían fatal. Era una tremenda sensación de impotencia. Se sentía mal y no veía qué poder hacer al respecto, así que decidió no saber nada de la actualidad y todo eso. En esa actitud derrotista constataba su envejecimiento inminente. Antes, pensaba que siempre se podía hacer algo frente a la injusticia ahora, por el contrario, se había vuelto realista, tremendamente realista.

En una época le dio por hacer unas figuritas pacifistas, muy inspiradas en carteles, con un casco militar como maceta con su plantita o una paloma picasiana con la rama de olivo. Las hacía restándole horas al sueño o poniendo como menú cualquier fritango precocinado. Cuando se sentía inspirada nada la apartaba de su creatividad, ni siquiera el niño que insistente la reclamaba, una y otra vez, hasta que por fin conseguía su trocito de masa y se mantenía entretenido por unos minutos. Pero en el fondo de su alma no creía en su propio talento. El desaliento vino a decirle que ya estaba bien de tantas estupideces, que todo el tiempo perdido habría que recuperarlo con creces. Así que no insistió en su obra, que pasó a ser almacenada en unas cajas de cartón envueltas en plástico burbujeante, pasando a mejor vida, hasta que algún día llegara la exposición pendiente, con palabras de elogio por parte de alguien, y modesto agradecimiento por la suya... “¡Delirios de grandeza, locuras de inconsciente desocupada!” -diría su ex irónicamente -.

Lo peor era eso, que empezaba algo y lo dejaba a medias. No  se creía capaz de aportar algo realmente válido, tanto, como para que justificara sus horas de ausencia del supermercado y las tareas propias de su rol materno, que tan a pecho se tomaba para dejar de sentirse culpable de todo. Culpable, culpable, culpable... hiciera lo que hiciera nunca consideraba que fuera suficiente. Hasta había llegado a pensar, más de una vez, qué derecho tenía de traer hijos a este mundo si luego no era capaz de aportarles lo mejor. Con los hijos compartía buenos momentos, pero también les sentía distantes.

En cada instante que tomaba para sí, se sentía como ladrona usurpando algo con nocturnidad y alevosía. Mientras se encargaba de las tareas, pensaba que no tenía tiempo para cuestionar nada, a la vez que justificaba esa apatía solapada que empezaba a minarla. Su cabeza empezaba a saturarse, así que últimamente dejaba sus llaves, las tijeras, el móvil... olvidados en cualquier sitio, luego tenía que hacer el recorrido mental retrospectivo para caer en la cuenta de donde estaban.  
                                           
Pero su espíritu rebelde, más allá de todo convencionalismo, había permanecido intacto con el transcurso de los años. No podía ser que todo hubiera sido en vano -se decía a menudo-. Tantas manifestaciones clandestinas y tanto discurso asambleario no iban a terminar en nada. No podía ser que todos -ellos y ellas- hubieran cambiado la aspiración de un mundo justo por unos cuantos objetos de confort. Algunos por un lujoso apartamento en la playa y otros por los costosos trajes de Armani -eso ya eran palabras mayores-.

 No parecía posible tanta amnesia. Pero sí, lo era. Aunque sus ex compañeros de lucha  pertenecían ahora a alguna organización sindical o política -todo dentro de un orden- donde ventilaban su jerga del pasado que aún permanecía inamovible. Ahora esa palabrería era utilizada para justificar que frente al mundo globalizado había que ofrecer respuestas desde dentro. Engañar al enemigo para que pareciera que transigíamos, pero no, nuestros objetivos -decían- estaban muy claros.

Como todo ese discurso les llevaba una larga vida en pos de un cambio que jamás llegaba, ella concluyó en que habían terminado por creer sus propias mentiras. Así que se alejó de todos, defraudada e inconformista. No  les creía nada. Cada vez que uno de ellos salía en la prensa, con foto a todo color, la única forma posible de venganza que imaginaba era e recordarle joven, sin calva, sin barriga y sin el rolex, alzando la voz en una asamblea como líder mediático de un pasado, del que  ahora renegaba.

“Su vida privada será una mierda”, se decía pensando que al menos en eso ella podría tener alguna ventaja. Pero cuando miraba para adentro no estaba tan segura de ello. Al menos los coches oficiales no pagaban multas, ni impuestos, tampoco necesitaban buscar aparcamiento, ni siquiera tenían que conducirlos. Y eso del supermercado, en realidad ni debieron de sufrirlo, pues pese a tanta demagogia, ellos entonces estaban en la asamblea enalteciendo a las masas, porque “ellas” estaban ocupándose de los niños de ambos y de otras tareas de menor valía.
 Así era, y así seguía siendo, a pesar del tiempo transcurrido. ¡A lo que hemos llegado!... de ridiculizar al caudillo por su permanente inauguración de pantanos, a aparecer ahora ellos en el “Pronto”,  cortando la cinta de una  nueva carretera, o imponiendo la banda a una miss.

La globalización ha venido y nadie sabe como ha sido -pensaba cada vez que le entraba complejo de hormiga en el caos ciudadano al volante de su coche-, pero honestamente no se quería cambiar por nadie. No es que fuera mejor ni peor, solo que no perdía de vista en ningún momento que la vida es efímera, y cada instante irrepetible.

Pensaba, pese a todo, seguir soñando con las figuritas que saldrían de sus manos cuando tuviera tiempo, con el abrazo del niño al irse a la cama cada noche, con sus sueños de diosa que encuentra el amor jamás imaginado, con el hombre especial que la acepta, la quiere sin más y no le importan sus pechos caídos y sus estrías abdominales. Sueña, cada vez que puede, y nadie osa interceptar sus sueños. Baila cuando está sola y nadie puede verla... Tiene dos buenas amigas con las que puede llorar sin pudor, pasea y corre por la playa con el perro, que está tan viejo y gordo que siempre termina quedándose atrás. Se reconoce como ser individual entre tanto bicho viviente y, algunas veces, recibe hermosos ramos de flores que le envía un amigo de adolescencia.

El verde del semáforo le indica que puede seguir adelante. En la curva, la garrafa de suavizante se tambalea en el portabultos. Calcula mentalmente los días que quedan para llegar a fin de mes y cuantas idas al super le faltan, que restarán euros de su cuenta y energías de su cuerpo. Pero le ha dado tiempo para todo, incluso para reaccionar, seguir soñando... eso la mantiene viva, especialmente, cuando cunde el pánico.

Como si de una especie de complicidad se tratara, Sabina en la radio la retorna al pasado con la frente marchita....
Iba cada domingo a tu puesto del rastro a comprarte
Monigotes de miga de pan, caballitos de lata.
Con agüita de un mar andaluz quise yo enamórate
Pero tú no tenías más amor que el río de La Plata.

22.8.12

ES TAN POCO

          

       ES TAN POCO

Lo que conoces
Es tan poco
Lo que conoces
de mí
lo que conoces
son mis nubes
son mis silencios
son mis gestos
lo que conoces
es la tristeza
de mi casa vista de afuera
son los postigos de mi tristeza
el llamador de mi tristeza.
 (Mario Benedetti
          
Mostrar las nubes, los silencios, los gestos, la tristeza... es desvelarse, desde la intimidad más absoluta. Es... romper la soledad frente al vacío. Significa algo más que todo eso: viene a expresar el deseo de querer dejar de andar por pasillos inhóspitos  con fantasmas de carne y hueso.

Destapar la tristeza es... rodear el miedo con un velo de esperanza, dejar de disfrazar con una máscara de euforia la propia herida, buscando quizá un bálsamo milagroso. Exhibir la tristeza es poco, y sin embargo es todo. Quien busca interlocutor a su tristeza, también busca compartir la soledad. Dejar de ser un ser anónimo que merodea, parar pasar a tener un espacio propio en el otro silencio.

Te he buscado durante todo este tiempo. Lo supe desde el momento en que sentí tu piel. Cuando por fin pude sentir mi llanto, mis silencios, mis penas, mis miedos, mis alegrías... para poder compartirlos con los tuyos.



19.8.12

Recuerdos de Uruguay



                                      Montevideo 1010. Esther, la amiga de mi bisabuela.


De niña, mi abuela  era el centro de todas las miradas de su familia. Llegada de forma sorpresiva  en la plenitud de la madurez de sus padres, era menuda y resuelta. En cierto modo, significaba un seguro para la vejez. Una hija siempre era una garantía. Como efectivamente, así fue. Sus padres y hermanos la cuidaron con celo y cariño, como si de una delicada joya se tratara.

Ella recordaba,  ya en su propia vejez, retazos de aquella vida en Uruguay, que no volvería a recuperar nada más que en su prodigiosa memoria.

-“Una vez me subieron en un globo y era todo muy bonito desde allí arriba. Había una fiesta y lo pasamos bien. Mi madre y Esther nos esperaron abajo. Yo subí en los brazos de mi hermano. Fue una pena que mi madre no se encontrara nunca a gusto del todo. Solo pensaba en volver. Se metía en la cama, y podía estar varios días con jaqueca. Hicimos un viaje muy largo en barco hasta que pisamos tierra en Las Palmas. Yo nací en el año cuatro y cuando nos volvimos tenía seis años. Pero un día trece, mala suerte nacer un día trece “– decía con aplomo-

Mis bisabuelos arribaron a las Islas Canarias el 22 de junio de 1911. La niña venía aferrada a una muñeca –regalo de Ester- y con un pequeño baulito de paja a modo de bolso y que aún existe. Antes de partir se hicieron fotos, dejaron algunas a Esther, como recuerdo. Como una premonición de futuro, mi abuela y su padre se hicieron una foto juntos, en Montevideo. Ella tenía seis años y mi bisabuelo,  cuarenta y tres. Solo la muerte les separaría. Esa foto llegó a mis manos junto con el mortero.


Toda la familia por delante, fue la insistencia y el innegociable trato de mi bisabuela. Obstinada y terca, ella no entendía eso de que los hijos son en realidad, los hijos de la vida. Era su familia, lo sentía de forma visceral. Con gran esfuerzo sobrevivieron fuera, se adaptaron a otras costumbres y a otro clima, renunció a ver su paisaje y a su gente durante casi veinte años, pero no iba a dejar a nadie tras su retorno. Todos con ella, fue su última palabra, tan rotunda que no cupo discusión.
 Pese a que la avenida de Benedetti ya está sin árboles.
En las bodegas del barco “Nuestra Señora de la Encina”, viajaron las familias pioneras que fundaron Montevideo, recibiendo idéntico trato que la carga. Soportando un largo viaje que podía durar hasta tres meses, una especia de esclavitud encubierta que les tocó vivir a nuestros antepasados, abriendo brecha , desde 1726 para sucesivas y posteriores oleadas migratorias. Fundamentalmente de Lanzarote y Fuerteventura, entre 1835 y 1850 alrededor de 8.000 personas, contribuyeron a “canarizar” aún más el bello país de la República Oriental del Uruguay.



-“Vine con mis hijos, y con mis hijos vuelvo” –dijo tajante- ya nadie se atrevió a contradecirla.

Los chicos ya estaban en condiciones de ganarse la vida, y preferían el vasto horizonte de esta nueva tierra  -la más tempranamente europeizada de toda América Latina, dijo alguien-  que ya habían hecho suya, antes que el retorno incierto a los cultivos, arrancados con sudor en su isla de origen.

Pero allí mandaba la matriarca, y se llevó consigo a todos los cachorros. Prepararon el retorno, con algunos ahorrillos para volver a comprar casa y tierras. Juntaron sus pertenencias, y arribaron de vuelta a la isla que, por aquel entonces, parecía haberse quedado estática en el tiempo. Aparentemente nada había cambiado. Las mismas casas, la misma gente, el mismo sol.

Para la niña, en su nuevo espacio, todo era novedoso y grande, tal y como lo alcanzaba a ver desde su diminuta estatura. Pero, nada le resultaba familiar. Exploraba un mundo desconocido de calles de tierra, casas blancas, sol de justicia y campos de picón. Y efectivamente, allí estaba el mar, era tan azul como su madre la había contado. Intensamente azul. A veces, atisbaba el horizonte, pensando que en un golpe de suerte podría ver su antigua casa,  la pulpería de la esquina, o la vieja escuela dónde ya había empezado a aprender las letras. Por las noches soñaba, que había recuperado  a sus amigos y su calle, para luego despertar y comprobar, que todo había sido un sueño. Siempre extrañó a Montevideo.

Adquirieron una vieja casa que debió ser reparada. Tenía en común con la chacrita de Montevideo, un pequeño patio con un arbolito en el centro. Pero no era el mismo arbolito, no tenía flores. Y apenas daba sombra. Tres cuartos grandes y una cocina con poyete, un locero, una pila de barro para el agua fresca, la despensa y el sitio de la lumbre.

Mi abuela, desde niña, demostró tener un don para las flores y las plantas. La casa pronto parecía un vergel. Las cuidaba, las regaba, les limpiaba bichos y hojas secas. Sabía las propiedades curativas de cada una, el pasote, manzanilla, ruda, hierba luisa, caña de limón, tomillo, mejorana.... hongos, gastritis catarros o urticarias. Para cada dolencia, había un planta.

Pese a todo, había que ahorrar el agua. En cualquier sitio era un bien preciado, pero en aquella isla seca y agreste, hacía falta una buena aljibe para pasar el verano y dar de beber a los animales. Si sobraba algo era para las plantas. Los cultivos, desde antaño, sobrevivían sin agua. Hasta tres cosechas distintas en una misma temporada, alternado las semillas: papas, millo, judías…Los campesinos cubrían de cenizas del volcán la fértil tierra. Con esta arena negra, la humedad retenida dejaba que las simientes germinaran. Así fue siempre. Por eso parte de la vida del campo consistía en mirar el cielo, plantar antes de las lluvias, pero con el tiempo suficiente para que la semilla, reseca, no se perdiera. Cosa que era muy posible que ocurriera si un año no llovía. En ese caso, ni cosecha, ni agua en el aljibe para pasar el verano… y a esperar con paciencia.

Mirando al cielo mi abuela conocía las estrellas y me explicaba dónde andaba cada constelación a la que llamaba coloquialmente “el arado”, “el lucero del alba”… sabía que el halo de la luna barruntaba más calor para mañana y que contar las estrellas, hacía que las manos se llenaran de verrugas, que luego para curarlas había que pasarles un trozo de carne y enterrarlo hasta que pudriera. Igual tenía su truco liberarse de los dolorosos picos de erizo de mar, si entraban en un dedo o en el talón del pie, que solo salían cuando subía la marea y la minúscula parte del animal, como si tuviera vida, empujaba hacia fuera. Entonces era el momento de sacarles con un alfiler, que previamente se había pasado por el fuego.

 En parte,  lo que provocó la salida desesperada de la isla por parte de mis bisabuelos, no había sido toda culpa de la guerra. Las sequías sucesivas habían ocasionado muchas hambrunas. Seguidas en alguna ocasión de plagas de langosta que arribaban en la playa, pues llegaban flotando en el mar como enormes bolas. Pese a los muchos aspavientos para ahuyentarlas, consistentes el palos y humaredas, los cigarros berberiscos como les denominan las crónicas, no hacían más que aumentar la pobreza de los isleños. Se comían cualquier cosa que fuera verde y tuviera vida.

Mis tatarabuelos y parientes hubieron de salir a escape, en oleadas sucesivas que se van dando a medida que la sequía les dejaba morir de hambre y los emergentes terratenientes estaban dispuestos a comprar sus resecas y sedientas tierras por dos perras. El boyante negocio de tráfico humano no es un descubrimiento reciente. Muchos se enriquecieron fletando barcos que llenaban hasta sus topes, llegando lo pasajeros a pasar hambre y sed e incluso a morir en el intento.  Por empeñar, habían vendido hasta su trabajo futuro en años sucesivos para redimir el pago del billete.

Una oleada importante de canarios,  salían a la desesperada, a medida que las cosechas se perdían y el hambre arreciaba, no pudiendo ni disponer del dinero para pagar las contribuciones de las casas, donde dejaban caer sus cansados huesos.

Mi bisabuelo, Casiano Perdomo nacido en 1868, fue hijo de todos estos vaivenes y vapuleos. En el momento de partir lo hizo al amparo de amigos y parientes que les habían precedido. Era un muchacho de casi treinta años cuando salió de la isla con esposa y dos hijos.

Pero retornaron, una vuelta inesperada, ya que la mayor parte de los que pasaban más de veinte años fuera, no volvían. En sus vidas, en su acento, en sus costumbres y en su olor venía un cachito de Uruguay y ya se quedaría con ellos para siempre.

 Igual que allá en la República Oriental, quedaría para siempre, sus estelas, junto a  la “phoenix canariensis”. El otro único lugar del mundo donde crece a su libre albedrío la frondosa  palmera canaria, solidarizándose así con sus paisanos, haciéndoles más suave el exilio. Ellos transportaron las semillas y, más tarde, se adaptaron a esa tierra. Al tiempo que cerca, crecían sus palmeras que aún perviven,  jalonando durante varios kilómetros la carretera que conduce a Montevideo, incluso junto al monumento en la misma plaza de la Independencia, custodiando la estatua de   Artigas -el cual también tenía ascendencia canaria-.


 Eso dicen: / que al cabo de nueve años / todo ha cambiado allá. / Dicen que la avenida está sin árboles, / y no soy quién para ponerlo en duda. ¿Acaso yo no estoy sin árboles y sin memoria de esos árboles /que, según dicen, ya no están?".
 (Mario Benedetti).

He sabido que en Uruguay se consume gofio -producto genuinamente canario-  y que las madres duermen a sus niños cantándoles el arrorró.

 El “tributo de sangre”,  exigía que para poder transportar mercancía a América desde Canarias, era imprescindible llevar también carga humana -cinco familias para repoblar las colonias por cada cien toneladas de mercancía-. 


Retornaban trayendo consigo hablas y costumbres de un país que también era el suyo, de una tierra inmensamente llana, muy verde, muy fértil, con un clima moderado húmedo y templado, con gente amable y acogedora. 

Dejando afectos y paisajes, cumpliendo lo que parecer ser que es el sino de cualquier emigrante “volver a su tierra”, ya que en principio casi nunca la salida es con un fin irretornable.

Así mismo volvieron mis bisabuelos, con sus pobres baúles repletos de recuerdos.

El patio de la casita de mis bisabuelos, que pudimos disfrutar varias generaciones.  En la foto, mi abuela María Luisa, mi hijo Marcos y yo. 

16.8.12

CON LA LLUVIA



          

Lo que sucedió aquella tarde mientras ella corría bajo la lluvia era totalmente imprevisible. Venía, como siempre, apresurada, con dos bolsas del supermercado, haciendo recuento mental de todas las tareas que le esperaban cuando llegara a casa.
        
Ni quería abrir la puerta, un vaho a cerrado le recordaría que todo seguía tal cual lo había dejado por la mañana, cuando apresuradamente miraba el reloj, cogía las llaves y tiraba literalmente de los niños.

La llegada a casa significaba una maratón interminable con la cena, la lavadora, la plancha, el fregadero... allí seguirían hasta la mantequilla y la caja de cereales del desayuno. Se sentía cual Penélope, tejiendo y destejiendo cada día.

Todo eso rondaba desalentadoramente por su cabeza, mientras rogaba a dios para que saltara el semáforo y poder cruzar la calle de una vez. El agua se había metido en sus zapatos, en su ropa, en su piel. Sus pechos y su pubis estaban también empapados.

Así pensaba, cuando miró aquel anuncio. Una chica rubia y desnuda, talla treinta y ocho, estaba subida a la grupa de un caballo blanco, al que abrazaba. Su único atuendo eran unos zapatos rojos que se ataban al tobillo y llegaban hasta media pierna. Una larga melena le cubría parte de la espalda, y su mirada intensa parecía transmitir seguridad.

Se miró de pronto a sí misma, con la ropa empapada, el pelo reseco y con falta de tinte en la raíz. Sus zapatos, ya para la basura, que venían durando tres inviernos. Pensó entonces, que si tuviera un caballo tan bonito, estaría lejos, galopando con él...

Recordó que apenas diez años atrás, su pelo era sedoso y largo, su piel no tenía estrías, ni celulitis y, además, se solía tomar unos minutos cada mañana para maquillarse...

Soltó las bolsas en el suelo y lloró sin consuelo, pensando que podía venir toda la lluvia que quisiera, formar un caudal, arrastrarla hasta el mar... que posiblemente, hasta la hora de la cena, nadie se percataría de su ausencia.

Entonces, ocurrió lo insólito: el caballo blanco cobró vida y saltó del cartel. Ella, se quitó los zapatos y corrió hacia él, con la firme idea de irse galopando muy lejos. Por primera vez en su vida fue rebelde, y una sensación de libertad recorría su mojado y agotado cuerpo. Se fue, y milagrosamente, con ella, desapareció la lluvia.

8.8.12

LA ENCANTADORA DE GERANIOS




No dejo de observarla, me fascina. No quiero  ni siquiera saber cuál es su tono de voz. Tampoco necesito conocer su nombre, ni donde pasa el tiempo en sus largas ausencias. No deseo tener ningún dato fiable o creíble que la transforme en humana, vulgar y corriente. No sé si duerme bajo un puente o si en realidad elije una nube o un lecho de flores cada noche. Ignoro en qué rastro consigue sus largas y floreadas faldas, ni cuál es el contenido de su bolso, que sostiene fuertemente asido con su mano desocupada. Desconozco quien corta su pelo, o como logra pintarse las uñas de sus dos manos. No se tampoco si es zurda o diestra, si vive con alguien o si no tiene familia. Su edad es indefinida, aún así no quiero arriesgarme a suponer cuantos años tendrá.

Todas esas preguntas sin respuesta la convierten en una especie de ser de otro mundo. Creo que la he tropezado alguna vez en mis sueños persecutorios, cuando de pronto me he visto en mitad de la calle sin ropa, o cada vez que a modo de pesadilla bajo una escalera pendiente y empinada por la que temo caer sin control.

En esos sueños repetitivos y angustiosos la he divisado, ocupada en su tarea, sin reparar en mi descontrol, sin percatarse de mi drama. Me da la espalda, igual que lo hace con los conductores en su carretera cada día. Me ignora. Me mira de reojo, desde el azul intenso, sin embargo no me ve. No quiere ver a nadie. Ni siquiera sabe que la admiro, como a Benedetti, a Saramago, al Principito, a Tom Sawyer, a doña Melitona mi maestra… todos mis héroes de adulta y de niña, resumidos en sus parterres de geranios rosa y rojo.

Lo cierto es que….

Coleccionaba poemas de amor. Los memorizaba todos y se los recitaba a sí misma. Soñaba con que era la musa de un poeta. Al caer la noche, se tumbaba vestida en la cama de puro cansancio.

El día se le pasaba deambulando de acá para allá. No recordaba su nombre, ni siquiera su edad.

Iba cada mañana a limpiar los geranios de los parterres de la autovía. Unas plantas más muertas que vivas, que depositaron allí unos jardineros cuando se inauguró la carretera y vinieron los políticos. Se empeñaba a conciencia en quitarles malezas y gusanos en una ardua jornada de trabajo.

Después, paraba en un comedor social donde podía saciar su hambre frugal sin problemas y conseguir ropa limpia y una buena ducha.

Los conductores la miraban con curiosidad, a veces hasta con sorna. Paraban cuando el semáforo se ponía rojo y se preguntaban si esta mujer estaba loca, limpiando geranios llenos de hollín, como si le fuera la vida en ello, con sus faldas estridentes, su pelo rapado y sus labios pintados de un rojo intenso.

Para ella, el resto de los mortales, eran invisibles. Le preocupaban sus flores y los pulgones.

Todos creían que hablaba sola, pero eran los veinte poemas de amor y la canción desesperada de Pablo Neruda. Le gustaba especialmente el número quince, que se lo repetía una y otra vez:

...Déjame que te hable también con tu silencio 
claro como una lámpara, simple como un anillo. 
Eres como la noche, callada y constelada. 
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo…

Si por casualidad dejaba en el suelo su vasito de agua, la gente le arrojaba monedas. Pero ella no era una mendiga. Se sabía la musa de un poeta, eso lo recordaba precisamente. Cuando él falleció… ella enloqueció de dolor.


2.8.12

HIJO








Quise mirarle, para decirle despacio que no tenía nada que temer. No de mí precisamente. Pero no lo hice. Opté por correr tras el peligro que representaba desafiar al viento. Salí volando y nunca le dije que podía sentirse seguro sin mí. Tal era mi afán de protegerle. Partí, sin darle la oportunidad de despedirse. Y entonces fue cuando comencé a echarle de menos. Me dolía la boca del estómago. Sentía un vacío mezclado con terror. El temor a comenzar de nuevo a deambular sin su sombra.

La señora corpulenta y feliz que me tropecé nada más salir a la intemperie era una mala copia de mí misma. ¿Era yo, rebosando michelines por todos lados?  Seguía mirándome con rabia. O quizá con desdén. Me sobraban kilos, me sentía un fantoche. Mi sombra ahora valía por los dos. No le dije que temía que el paso de los años le hubiera marcado a fuego. Ni le recordé tampoco mis desvelos cuando berreaba a pulmón partido. Supuse que él podría perdonar todos mis errores. Yo, desde la mole en que me había casi convertido, quería transmitirle sosiego, cantarle una nana, acurrucarle en mi regazo de madre adulta. No quise culparle de mi malestar. Pero tampoco le dije lo que debí  para que al menos se fuera tranquilo. 

En mi precario vuelo de baja altura, sentí de nuevo que él no estaba. Ahora, lejos uno del otro, yo quería al menos llorarle. No serviría de nada mi llanto, pero al menos habría sido un desahogo.

Mientras tanto, sólo me tropezaba con mi imagen desconocida. Brillaba con todo mi esplendor en la luna del escaparate sin que nadie reparara en mí. Pensé en todas las veces que fui el ratón Pérez, el payaso improvisado de sus cumpleaños, la gallina que en varias ocasiones le arropó bajos sus cansadas alas… y de pronto sentí que fue una torpeza no haber podido decirle que en realidad podía contar conmigo en cualquier circunstancia.

No sé cómo fue que empecé a cambiar de talla. Mi escueta figura fue desapareciendo, y yo me convertí en un globo hinchado. No reconocía mis manos ni mi cara. Mi pelo sedoso se tornó reseco y mis pies, cansados de soportar tanto volumen, no respondían a mis deseos de deambular. Así que pensé en volar. Durante un tiempo estuve ocupada buscando un sitio adecuado. Deseaba que el viento soplara bien fuerte contra mi cara. Ahora estaba en la duda, no terminaba de elegir mi aeródromo.

Mientras pensaba en él, una inevitable vuelta al pasado me hizo sentir la precariedad de la existencia de cualquiera: la mía, la suya… evocar su manita asida a mí me recordó lo imprescindible que llegué a ser en su vida. Era apenas un bultito de tres kilos cuando nos conocimos. Entonces, su papá, fascinado, miraba sus piecitos y decía que parecían de un muñequito de comics. Ahora se había ido, no sé si para siempre. Pero no estaba. Y de pronto compruebo que todo el tiempo me sobra, que ya no puedo protegerle, que ni siquiera debo entristecerle…

         Volar… está bien volar. Él nunca deberá saber que he renunciado a este vuelo por él. Por si resulta que mañana vuelve. Si no vuelve nunca, si no vuelve vivo… de poco habrá servido desafiar a los tanques en desfiles pacifistas, o haberme encadenado junto al gobierno militar. Gracias a eso tengo ficha policial. Se sabe que soy yo, por las huellas y los datos ya que de aquella preciosidad rebelde y flaquita no queda nada.

         Hijo… lloré desconsoladamente cuando perdimos aquel referéndum. Hoy te vas jubiloso a jugar a soldaditos. Debería pensar que es tu camino. Decirte que te vaya bien y todo eso. Confiar contigo en que estarás bien… Más no puedo. Solo siento deseos de volar…. Y no me atrevo.

         La detestable luna de las tallas especiales me guiña un ojo para que levante la mano. Banderitas, mentiras, taconeos, fusiles, dolor, carne, muerte, cañón, napalm , locos, ricos,  ¡aarr!, ¡aarr!, ¡aarr!, ¡aarr!,  ¡aarr!….

         -Dios deberá bendecirte por su cuenta- me atreví a decirle fingiendo hacer un chiste- ya sabes que no soy creyente.