Hay dos enormes manchas de humedad en
la pared. Unos centímetros más arriba está la repisa de los libros que quedaron
tras su marcha. Pesados tomos con los que estuvo días y días preparando el
examen. Aún en el perchero de la entrada está su chubasquero y una vieja
chaqueta de lana que solía llevar por las tardes cuando salía a despejarse un
poco.
Se necesita una
reparación urgente. Hace falta picar y volver a encalar, además de una mano de
pintura. Primero pensamos hacerlo juntos, pero cuando empezamos con los planes
de ida, aplazamos el arreglo de la casa. Igualmente las cortinas del salón
están viejas y totalmente pasadas de moda. Estaban ya ahí cuando compramos la
casa, y decidimos que podían tirar por unos meses. Así fueron acumulando años,
y con el sol y los lavados sucesivos, se han vuelto ajadas y tristes.
Lo que no entiendo es
por qué no se llevó los libros. Será que no los necesita para nada. Porque
quedó bien claro que no piensa volver. Dejó la decisión de nuestro futuro en
mis manos. Yo, de ninguna manera pienso cargar con esos libros. Él debe tener
claro que no tengo intenciones de moverme de aquí, aunque le prometí pensarlo
despacio.
Me adormece el rumor
del mar. No sé vivir sin el mar. Pero sé que ese argumento sonaba a excusa.
Claro, como que era una excusa. “No sabes vivir sin el mar pero puedes vivir
sin mi compañía” –me dijo airado- y lo peor de todo, es que no deja de tener
razón. Tanto en lo de que es una excusa, como en que puedo vivir sin él. Bueno, creía que podía vivir sin él, ahora no
lo tengo tan claro.
El sofá del salón tiene
su hueco justo en su sitio, donde se tumbaba cada día a descansar un poco y
escuchar la música. Ahora yo permanezco del otro lado. Donde me acercaba a
masajear sus pies y a compartir nuestro silencio. No necesitaba hablar porque
cuando le sentía cerca, todas las
palabras estaban de más. Creo que si por fin decido quedarme, haré que vuelvan
a tapizar el sofá y rellenen el hueco. Ese hueco será más fácil de llenar que
el de su ausencia.
El olor a café me
despertaba cada mañana. Ponía el café y se daba una ducha. Yo llegaba a tiempo
de apagar la cafetera y servirlo. Ambos somos de pocas palabras en la mañana.
Solo buenos días y un beso. Hasta que el café hacía su efecto y entonces
comentábamos un poco de lo que teníamos previsto para el día. Ayer, me dolía la
cabeza, fue cuando caí en la cuenta de que no he tomado café en varios días.
Sus plantas están
tristes y con las hojas caídas. También dejó atrás sus plantas, ahora que caigo
en la cuenta. Pero no me dijo nada de que las cuidara. Sin embargo si me pidió
que cuidara de mi misma. Me insistió tanto en ese asunto, que hasta llegué a
pensar que no me cree capaz de sobrevivir sin él.
El examen fue crucial
en su vida. Con eso se resolvía su preocupación de no vegetar para siempre en
este pueblo dejado de la mano de dios. Trabajar en un hospital grande y en una
ciudad importante era su sueño, pero siempre lo iba posponiendo, decía que le
faltaba el hábito y la disciplina. Yo estaba casi tranquila con todo ese
asunto. No le creí capaz de que lograra encerrarse durante meses con todos sus
tomos. Tampoco pensé que ese viaje a Madrid tuviera mayor trascendencia. Una
carta certificada con acuse de recibo llegó varias semanas más tarde, cuando yo
ni me acordaba del dichoso examen. Decía lo de su nombramiento y le instaban a
incorporarse en un plazo fijado al nuevo puesto de trabajo. Ahí tuve claro de
que mi vida iba a sufrir un cambio brusco.
Los cajones del armario
ahora están medio vacíos. Todo el armario está medio vacío. Antes casi ni
teníamos sitio. Ahora sobra mucho espacio. Ese armario recorrió con nosotros
tres mudanzas. Lo compramos cuando alquilamos un piso pequeño y nos fuimos a
vivir juntos con muchos planes y expectativas. La última vez que lo montamos y
desmontamos supimos que no iba a aguantar una nueva embestida, así que en este
tiempo apenas lo hemos movido del sitio. A veces cambiamos la disposición del
dormitorio, sin embargo el ropero permanece inamovible.
Hoy he echado de menos
su música. No porque se la llevara con él. Dejó parte de los discos que fuimos
comprando en estos años. Era él quien se ocupaba de la música y elegía con
mucho acierto lo que sonaba en los distintos momentos. Incluso hasta me ha
dolido un poco comprobar que dejó parte de los discos que le fui regalando, cumpleaños tras cumpleaños.
La nevera hace ruido
por las noches. En realidad debe hacer ruido constantemente, pero durante el
día no me entero. Sin embargo por la noche todo está quieto y en silencio. Si
la marea está baja, apenas oigo el mar. Entonces es cuando con nitidez escucho
los ruidos de la casa, los crujidos, como si estuviera achacosa y enferma. La
vieja nevera, ruge por unos minutos y luego se calla. Al rato lo intenta de
nuevo. Rechina y se calla, una y otra
vez.
Cuando le dije que no
tenía claro lo de irme, no pareció demasiado sorprendido. Me dijo lo de la
excusa como me pudo haber dicho que ya esperaba mi respuesta. Parecía agotado,
el examen le había dejado sin fuerzas y parecía no tener ninguna energía para
convencerme de nada. Me dijo que quería que le acompañara, como había hecho
siempre, pero que no dejaba de respetar mi decisión. A mí me pareció demasiado
frívolo. En realidad era una decisión trascendental. Nunca he sabido vivir sin
él. Confieso que siempre tuve miedo a que me dejara y de que se fuera para siempre. Así que en aquel
pequeño rincón del mundo, creí estar a salvo de su hipotético abandono. Pensaba
que todo estaba bien y que no habría más cambios. Habíamos hablado de buscar
una casa nueva, sin humedades ni desconchados.
Pero lo de cambiar de
cuidad y de paisaje vino después. Él cada vez se volvía más inconformista con
aquel exilio voluntario al que en un primer momento habíamos llegado tan
contentos. Por fin disponíamos de tiempo y de silencio. Era una casa junto al
mar, como siempre habíamos soñado, y un pueblo pequeño de gente tranquila. Al
principio lo de no tener que hacer vida social nos pareció una buena idea. La
casa era un viejo chalet abandonado que alguien heredó y rehabilitó. Cuando lo
compramos parecía sacado de un cuento infantil. Tenía su tejado rojo y dos
chimeneas. Era austero por dentro y su fachada de colores añil y blanco.
Pero por más arreglos que se le
hicieron, el viejo chalet estaba agonizante. Cuando no era una cosa era la
otra. La cercanía al mar le iba gastando poco a poco y había que repararlo
constantemente. Ahora era el asunto de las humedades, pero antes había sido el
barniz, las cañerías, los azulejos de la cocina, etc. Los vecinos del pueblo,
acostumbrados a su magnificencia, en medio de todas sus casitas pequeñas y
blancas, tenían varias versiones de la historias de aquella casa que todos
llamaban “el chalet”. Unos decían que había sido propiedad de un indiano rico,
y que allí vino con su hija enferma, que más tarde terminó muriendo muy joven.
Otros decían que había sido construido por un suizo, que se enamoró de la isla,
y que venía cada invierno, hasta que dejó de vérsele por allí, así que todos
suponían que había fallecido. Entonces el chalet se empezó a desmoronar y el
salitre le comió parte de su encanto. Cuando pasamos delante de él aquellas
vacaciones y vimos el cartel que anunciaba su venta, nos enamoramos de su
planta, aunque quedaba claro que era ya una belleza decadente. No pensamos en
todo el trabajo que nos habría de dar el mantenerlo en pie con aires de
habitabilidad.
Era como nuestra vida
en común. Sentíamos que iba poco a poco en declive. Por eso huimos de la
ciudad. Cuando él tuvo una aventura con una compañera de trabajo y yo lo
descubrí, asumió su inconsciencia y
salimos en pos de nuestra intimidad perdida. Pero la cosa no era tan fácil.
Algo se había roto para siempre entre nosotros, y el asumir una culpa incierta
tampoco era la solución. Siempre supe que la tal aventura no era simplemente eso.
En realidad él se había enamorado perdidamente, y le faltó el valor para
admitirlo. En aquel momento optó por quedarse conmigo, pero ahora tengo claro
que eso no fue lo mejor para ninguno de nosotros. Siempre me he sentido
comparada con ella, agradeciéndole de alguna manera a él, que apostara por mí.
Aunque ahora pienso que no lo hizo por
mí, sino por él mismo y su propia inseguridad. La prueba de que no lo hizo por
mí es que ahora se va y no le importa si
yo me quedo o no. Aunque no sé si es que no le importa o si por el contrario,
es que se ha cansado de todo esto, de nuestra falsa condescendencia y nuestra
civilizada y aburrida coexistencia. Pese a todo hemos tenido buenos momentos,
nos hemos sentido muy cerca, quizá en instantes concretos pudimos alcanzar más
intimidad en este espacio de la que nunca habíamos tenido antes, pese a tanto
tiempo compartido. Pero eso ahora ya forma parte del pasado.
Aquel enamoramiento
furtivo había sido el primer gran secreto que se interpuso entre nosotros. En
realidad lo hizo para no dañarme, pensaba yo. Es posible que esa sea una parte
de la verdad. La otra es que no quería que yo lo supiera porque no quería
correr riesgos de ningún tipo. Pero lo supe casi desde el primer momento. Esas
cosas siempre se saben. Él comenzó a comportarse de manera diferente y
reorganizar sus horarios y compromisos. Entonces supe que algo pasaba y decidí
abordarlo, no sin cierto temor. Le pregunté abiertamente, así que fue incapaz de negarlo. Cuando me insistió en
lo de que solo era una aventura, yo necesitaba oír exactamente eso.
Así que en actitud condescendiente opté por retomar mi poder perdido prodigándole a nuestra relación todos los cuidados que hasta ahora había escatimado. Decidimos lo de venir a este pueblo sin pensarlo demasiado. Como queriendo salvarnos de un naufragio. Salió la vacante y él optó a ella, en consenso conmigo. Yo renuncié a mi plaza en la revista a cambio de un incierto trabajo de colaboraciones, y nos fuimos en pos de un reencuentro imposible.
Así que en actitud condescendiente opté por retomar mi poder perdido prodigándole a nuestra relación todos los cuidados que hasta ahora había escatimado. Decidimos lo de venir a este pueblo sin pensarlo demasiado. Como queriendo salvarnos de un naufragio. Salió la vacante y él optó a ella, en consenso conmigo. Yo renuncié a mi plaza en la revista a cambio de un incierto trabajo de colaboraciones, y nos fuimos en pos de un reencuentro imposible.
Sin embargo, tras mi
encuentro con el mar se ha producido mi encuentro conmigo. Poco a poco he ido
venciendo el miedo. Desde que sentí que el miedo solo es miedo, no me importó
perderle, ni que se fuera, ni siquiera la posibilidad de quedarme yo aquí
mientras él se escapaba a mi control. Porque ahora sé que en realidad siempre
he querido controlarle. Le he controlado a él porque he sido incapaz de
controlar mi vida. No obstante, ha sido un control sutil. Casi ni se ha notado.
He intentado ser imprescindible en su vida con el fin de controlarle. Ahora sé
que nunca le he mostrado mi intimidad desnuda. He desnudado mi cuerpo, pero no
mi alma. He sido incapaz de decirle con honestidad todo aquello que mi
autocensura impedía que mostrara. Así es como nos hemos ido convirtiendo en desconocidos. A una parte suya tampoco logré
jamás llegar. Se reservaba para sí sus pensamientos, escapando de esa manera a
mi supervisión. Dos desconocidos conviviendo en un mismo espacio es algo que no
se soporta por mucho tiempo. Cuando vivíamos en la ciudad apenas si caíamos en
la cuenta de eso. Cada uno con sus ocupaciones, no teníamos tiempo para vernos.
Aquí nos hemos tropezado con nosotros.
Hicimos juntos un
viaje, que posiblemente haya sido el último. Se dejó olvidada su cámara de
fotos. No creo tampoco que eso haya sido casual. La única foto que tenemos de
ese viaje, es la de una de las barcazas que cruza el Sena. Yo quería hacer ese
paseo y un fotógrafo ambulante nos fotografió para la posteridad. En ese viaje
me hablo del examen, de que quería esa plaza y que iba a optar a ella. Yo fingí
interés por el asunto, pero no me lo tomé demasiado en serio. Creí que era uno
de sus planes irrealizables. Creo que me cogió con la guardia baja, porque no
fui capaz de darme cuenta de que ese asunto lo venía meditando desde hacía
tiempo a mis espaldas.
En la repisa de los
libros está también la foto del Sena. En cuanto llegamos a casa la coloqué en
un marco. Ahora que la miro detenidamente, observo su cara taciturna, y me veo
con una sonrisa hierática. Parecemos cogidos in fraganti en plena actuación.
Claro que ese viaje fue idea mía. Siempre he pensado que en mis vidas
anteriores anduve por las calles de
París, y creo reconocer sus rincones. Una vez más me evado de la
realidad y niego admitir mis verdaderos deseos. En realidad, con un poco más de
osadía me habría ido a vivir a París hace tiempo. Me parece una ciudad
fascinante y llena de vida. Pero no he sido capaz. He elegido quedarme con él. Me enfurece que él se vaya, aunque me inste a acompañarle. Pero lo cierto
es que cuando hizo todos los planes, no contó conmigo. Daba por sentado que yo,
una vez más, me terminaría acomodando e iría tras él.
Ahora que se que
difícilmente volverá. Apenas hubo una llamada cuando aún acababa de pisar
Barajas. Luego silencio. Uno más de sus silencios. Intenté contactar con él en
dos ocasiones, me dijeron que dejara el mensaje desde una voz metalizada y
odiosa. Yo opté por callar. Y así mismo sigo: obstinadamente callada, esperando
en el fondo de mi alma que intente
rescatarme de mi mutismo para al menos salvaguardar mi honor.
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