25.6.12

LOS ARRÁEZ







Allá por 1764, la isla de Lanzarote era un inmenso silencio en mitad del océano.

Atrás quedaba una azarosa historia, desde que sus pacíficos habitantes lucharan con sus pobres fuerzas neolíticas ante el asedio de piratas, invasores, incursores, campañas de conquista y masacres. Víctimas indefensas por eso de que geográficamente hablando, le tocó ser la entrada del archipiélago, la primera isla en arribar, y a la que conducía al viento a los navíos de forma casi natural.

Incluso los fenicios habían recalado en su momento en aquella islita, que estaba poblada desde el año 500 antes de JC. Lo hicieron en buscan de la orchilla, preciado liquen que crece en las rocas que dan a la vertiente norte. Con él se obtenían tintes.

De lo que nadie duda, es que los romanos conocieron y pasaron por las Islas Canarias. Incluso las llegaron a cartografiar.

Sería mucho más tarde, en 1312, cuando una expedición mercenaria a cambio de Lancelotto Malocello, volvería a redescubrirla, capturando una vez más a muchos habitantes que fueron vendidos como simples esclavos, ya que solo de botín de guerra se trataba.

Habían aprendido los lanzaroteños, a pertrecharse tras las negras montañas de arena, aprovechando pasadizos naturales y oquedades. Incluso supieron hacer la jugada al extranjero invasor, utilizando cuevas y túneles volcánicos de dobles entradas y salidas, escondidos durante el día, y estando sitiada la entrada de la cueva, salían por la noche a buscar agua y vituallas, varios kilómetros más lejos, dónde nadie sospechaba que hubiera otra salida.

Tras la colonización de las islas por parte de la Corona de Castilla, los saqueos y ataques de piratas se siguieron sucediendo. La isla pasó a ser un gran feudo, pasando de amo en amo.

Pero una especie de tensa calma se había establecido en los últimos cien años. Solo condicionada por la extrema sed de la tierra, las sequías permanentes, las plagas de langostas que arrasaban con lo poco verde que había y la vida dura, propia del agricultor casi siervo. Pocos eran los que tenían tierra propia. Sobrevivir era, ya por entonces, una ardua tarea.

La Capitanía General, comenzó una amplia campaña prometiendo tierras y dinero para quienes quisieran embarcarse al Nuevo Mundo. Quinientas coronas, aperos de labranza, semillas y tierras para trabajar para cada familia, con cinco miembros al menos, que se embarcara hacia las tierras del Río de la Plata. Ya antes otros habían emigrado hacia Puerto Rico, Luisiana, Santo Domingo…

No es que a los Arráez les pusieran una pistola en el pecho. Al menos ellos pensaban que era una decisión tomada libremente. Dentro de los parámetros de libertad que dejaba la miseria. Tampoco la aventura de América les parecía una idea confiable. Era una tremenda inquietud pensar en los casi tres meses previstos para el viaje.

No tenían nada que perder, y sin embargo lo perdían casi todo. Sus familiares y parientes quedaban a la espera de las noticias que fueran llegando, lo mismo que habían hecho ellos durante varios años.

Los niños estaban acostumbrados al trabajo. Benito Arráez el padre, era un hombre duro. De sol a sol iba al campo cada día. Plantaba, arrancaba hierbas o cuidaba de las cabras. Así era la vida, mirando al cielo a ver si barruntaba lluvias y si se salvaba la semilla.

Esperanza, su mujer, hacía esteras y cestos, además del queso. Cocinaba lo que buenamente podía a la lumbre de su cocina de teniques, alimentada con leña. Al menos había granos y papas. Algunos higos, tunos, dátiles, huevos…

La propuesta de ir a América no le pareció mala idea, siempre que fuera con la esperanza de volver más tarde o más temprano hasta su tierra.

Así que fueron a alistarse. Para ello Benito caminó casi un día entero, hasta la Villa de Teguise, donde estaba la Capitanía General. Allí recibió unos papeles y un salvoconducto para el viaje. Por adelantado no le daban el dinero, le dijeron. Eso sería una vez se confirmara el embarque.

Los lanzaroteños Arráez no recordaban muy bien como habían llegado hasta la isla sus antepasados. Sabían que descendían de inmigrantes, al parecer de origen español. Vascos, y por lo que sabían, muy ligados al mar y a la navegación, aunque ellos serían agricultores toda su vida. Plantaban millo, cebada y garbanzos, que luego había que repartir con el amo.

Conocían el sonido del viento, el aviso de días calurosos que anunciaba el halo de la luna, las subidas y bajadas de las mareas, la importancia de la bruma, que bajaba por la noche para refrescar la tierra, y hasta como alternar la siembra de semillas para no agotar el suelo.

Guardaban la paja en un pajero, para que sus animales pudieran pasar el duro verano y tuvieran algo que comer. Y si alguno de ellos enfermaba, Esperanza tenía a buen recaudo pasote, manzanilla, ruda, tila, caña de limón, malva y otras muchas hierbas que curaban.

Salieron una mañana muy temprano. Aún el sol no había alumbrado. En un camello llegaron hasta el puerto, junto a otros tantos. Lo que llevaban les cabía en las manos. Pocas eran sus pertenencias. No miraron atrás. Pero grabaron a fuego su paisaje en la memoria, no se les fuera a olvidar, e iniciaron el viaje más incierto de sus vidas, en pos de una promesa. Su casita de piedra seca, se fue difuminando a medida que ellos se alejaban, hasta quedar camuflada en el tono ocre del paisaje. Cuando iban camino del exilio, Benito miraba las olas romper en el arrecife, preguntándose si algunas vez, volvería a pisar este suelo, ahora reseco y pobre, sobre el que habían caminado por primera vez sus hijos.

Les alojaron en aquella bodega sin aire, junto a la carga. Pensaron que la cosa sería provisional, pero sus temores se fueron convirtiendo en certezas cuando arribaron en el puerto de Las Palmas, y la carga era mucha, en cambio el espacio que ellos ocupaban era cada vez más angosto.

En el puerto de Las Palmas, recogieron a un canónigo y a un médico, ambos viajaban solos y no necesitaban dormir en la bodega.

Sabían, que hacía falta gente en las nuevas tierras de España. Lo que ellos realmente ignoraban era que la política poblacionista de La Corona necesitaba personas para consolidar las endebles fronteras, y que las élites mercantilistas de las islas acababan de abrirse nuevos mercados, desechados en principio por otros comerciantes españoles, a cambio de enviarles a habitantes canarios como tributo. Si por cada cien toneladas de mercancía exportada, se enviaban en el flete cinco familias, de al menos cinco miembros, la carga estaba exenta de gravámenes o tributos.

No se identificaban a si mismo como el pago, a cambio del comercio libre de aranceles. Tampoco sus preocupaciones les iban a llevar tan lejos. Lo que realmente querían resolver Benito y Esperanza era el comer cada día ellos y los chicos. Al trabajo no le tenían miedo, estaban muy acostumbrados a ello.
Los Arráez, con sus tres hijos emprendieron aquella incierta marcha. Ni manera de imaginar la travesía que les aguardaba.

Los días fueron largos y lentos. La comida se fue haciendo poca y escasa. Parecía que el final del viaje no llegaba. Esperanza entró en un sopor, con fiebres delirantes y apenas llegaba el agua para darle un poco. Cambiaron una manta por un vaso de agua, quizá eso permitió que Esperanza aguantara el último tirón.

El viaje, aún más largo de lo previsto, con pocas provisiones y escasez de agua, pues uno de los depósitos que la transportaba llegó según consta en el acta: “Con la aguada corrompida por no haberse limpiado adecuadamente la tinajas que la contenían”.

Cuando por fin arribaron a Montevideo, llevaban a su espalda varias bajas, que el señor canónigo hubo de ayudar en su viaje al más allá administrando los últimos sacramentos.

No todos fueron capaces de soportar la travesía por aquel desierto azul en que se convirtió el Atlántico. De los 157 pasajeros faltaban 20, entre ellos la señora esposa del patrón.

Benito Arráez, su esposa y sus tres hijos, eran unos supervivientes. Mucho más delgados, enfermos, olían a suciedad y los piojos y pulgas andaban a sus anchas. Pero se sostenían en pie.

Estaban vivos, salvando así uno de los primeros y más difíciles obstáculos, de cuantos les tocaría salvar a lo largo de su vida venidera.



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